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«Hablemos de Langostas», del difunto David Foster Wallace, un artículo de 7 páginas publicado en la revista Gourmet en 2004, es uno de mis ensayos favoritos. En éste, Wallace nos lleva al «enorme, punzante y extremadamente bien comercializado Festival de la Langosta de Maine». Wallace nos habla de los cientos de asistentes que, cada año, hacen las maletas para atiborrarse de todo tipo de preparaciones culinarias imaginables del Nephropidae. No sólo eso, sino que también profundiza en los estudios conocidos sobre la psicología, la anatomía y la biología de la langosta. Sin embargo, de alguna manera, se enfrenta a complicadas cuestiones sobre la vida, la muerte y la moralidad en este raro pero muy gringo festival de verano. Todo ello en torno a la carpa que cubre la más grande cocedora de Langostas del Mundo. Es, en mi opinión, uno de los mejores artículos a favor del vegetarianismo que se han impreso jamás, aunque creo que Wallace nunca se enteró de eso.
La primera mitad del artículo utiliza una narrativa vívida y atractiva para situar al lector en este festival sudoroso, sabroso y barato. Wallace nos ofrece datos enciclopédicos sobre la langosta. Nos cuenta cómo antaño se la consideraba la rata del mar, en disonancia con la comida de lujo que vemos en ella hoy. Entre los párrafos salpican historias breves y relatables que resuenan en el lector gringo, mencionando los Twinkies, las gafas de sol, las bandejas de espuma de poliestireno y los turistas locales de manga corta, con sobrepeso y quemados por el sol. O, por ejemplo, alude al trayecto de 50 minutos en taxi desde el aeropuerto con el taxista de 70 años, al que cita por «conducir de una forma que sólo puede calificarse de muy deliberada». Una expresión que nunca había oído ni pensado, pero que describe muy bien el comportamiento que creo que todos hemos observado. Su prosa atrayente obliga a cualquiera que empiece a leer a congraciarse también con el peso de la contraportada.
Casi sin previo aviso, Wallace deja caer su primera migaja de existencialismo en las páginas de revistas de cocina y viajes. Hacia la mitad del simpático artículo, incita al lector a pensar: «¿está bien hervir viva a una criatura sintiente sólo para nuestro placer gustativo?». Esta pregunta precisamente desconfía del hecho de que un acontecimiento así se adorne con emociones alegres y descerebradas: un festival que gira literalmente en torno a hervir vivo a un ser sintiente recién capturado. Es entonces cuando la mayoría de los lectores no pueden escapar. La atención se centra en cuestiones complejas en torno a la naturaleza del dolor, su relación con la anatomía y los eufemismos que se utilizan con demasiada frecuencia para ignorar cualquier tipo de despertar moral en la cocina estadounidense contemporánea. A los comensales apasionados a los que se insta a abandonar la lectura, a no recordar las preguntas y a seguir pasando las páginas en busca de su próximo manjar delicioso, Wallace los retrae recordándoles que «¿acaso ser extraconsciente y atento y reflexivo sobre la propia comida y su contexto general no forma parte de lo que distingue a un auténtico gourmet?».
El artículo se diluye en párrafos llenos de preguntas en los que Wallace parece expresar la confusión de todo el calvario. No somete al lector a afirmaciones moralistas de que quienes comen carne son torturadores. De hecho, el propio Wallace admite que no es vegetariano. Sin embargo, la eficacia de la línea de cuestionamiento de Wallace proviene del impulso creado por las imágenes frescas del lector sobre las langostas intentando escapar de lo que ahora parece ser un anacrónico y bárbaro festival de matanza en la punta del noreste americano. Esto nos lleva a lo que podría haber sido la conclusión final de Wallace (aunque dudo que hubiera una): evitar dar las cosas por sentadas. Ya sean lugares, estilos de vida, pensamientos, tradiciones o la vida misma. Tampoco es un mensaje demasiado alejado de otra de sus obras. En «Esto es Agua», –un título que casualmente tengo tatuado en mi brazo izquierdo– presenta un discurso de graduación con un relato corto:
«Están estos dos peces jóvenes nadando y se encuentran por casualidad con un pez más viejo nadando en dirección contraria, que les saluda con la cabeza y les dice ‘Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?’ Y los dos jóvenes nadan un rato, hasta que uno de ellos mira al otro y dice: ‘¿Qué demonios es el agua?’”
Quizá sea por eso por lo que admiro profundamente la obra de Wallace, porque es capaz de sacarnos de la existencia, de todas las preguntas que nos hace hacernos en las noches solitarias, donde la única luz que parece brillar en nuestra vida es la pantalla LED habilitada para Night Shift que se ha convertido en nuestra principal fuente de consuelo. Nos sitúa en sus propios mundos, distrayéndonos con su dominio del idioma para, de repente, plantearnos las mismas preguntas de las que acabábamos de huir con él. Nos engaña, pero no nos enfadamos. En cambio, por alguna razón, parecen más sosegados, llenos de la alegría de la historia, la narrativa y la experiencia humana.
Me gusta la sinceridad, que no debe confundirse con la verdad. Las promesas de salvación, de respuestas, de obviedades son peligrosas; son fáciles y nos consuelan de la confusa existencia a la que nos enfrentamos cada mañana. La sinceridad abraza la confusión e intenta destilarla en algo más humano, quizás más lindo. En lo que puede que ya haya elogiado y pensado en exceso más allá de los deseos del autor, Wallace ofreció una de las sinceridades más agradables que he leído nunca. Nos mostró un proceder común en la vida humana. Vivimos, nos topamos con acontecimientos, admiramos lo cotidiano, y son estos simples sucesos los que luego, sin que nos demos cuenta realmente de cómo o por qué, se convierten en duda.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/