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En una columna de hace rato, por allá en el primer semestre del 2022, escribí sobre la diferencia entre la libertad de expresión y el discurso de odio. Escribí que me parecía preocupante ver como a mi alrededor personas hacían comentarios o asumían una retórica machista, xenofóbica, racista, homofóbica o transfóbica con la excusa de que estaban haciendo uso de su derecho a la libre expresión. Apoyándose en una excusa barata, personas que estoy segura no le han dado ni una ojeada al Declaración universal de derechos humanos, parecían confundidos sobre la diferencia clave ente el hablar y hablar desde el odio.

Me entristece saber que todo lo que escribí sigue vigente. Escuchando un episodio reciente del podcast de María Jimena Duzán, en el que la periodista resalta con preocupación lo sucedido en Barranquilla cuando la hinchada del partido Colombia- Brasil agredió verbalmente a la hija de Petro, me encontré sintiendo la misma indignación, la misma inquietud, y, sobre todo, la misma preocupación por la confusión tan latente que veo en Colombia.

Afortunadamente, esta columna no se trata de Petro, ni de Antonella, ni de la hinchada, ni de lo que pasó. Ya muchos han hablado y escrito sobre eso, pero las reflexiones de Duzán me recordaron lo que yo sentí cuando tuve que enfrentarme a discursos de odio por ser feminista, por querer tener conversaciones sobre igualdad de género, y por haber aprendido a usar mi voz en espacios en los que de lo que yo hablaba era callado, era escondido.

Lo escribí el año pasado, y lo volveré a hacer: la base filosófica de los derechos humanos yace en que mis derechos no traspasen los suyos, ni los suyos los míos. Los derechos del uno llegan hasta donde empiezan los derechos del otro. Así, simple.

Pero hay otra diferencia entre el derecho a la libre expresión y el discurso de odio. Yo creo que genuinamente, para que el argumento sea tan vacío, basándose en el escudo retórico de la libertad de expresión, tiene que haber mucha gente confundida, que a lo mejor se vería favorecida si alguien escribe alguna vez un libro (o mejor, produce una película, una serie de Netflix, o un podcast) sobre lo que es realmente el discurso de odio, y lo que puede llegar a generar.

Usted puede odiar lo que hace alguien. Yo, por ejemplo, odio la hipocresía y la mediocridad.  Odio cuando se vuelve evidente que hay funcionarios públicos que se roban la plata de Buen comienzo, odio cuando el presidente les hace promesas vacías a las mujeres sobre el mejoramiento de su seguridad y una respuesta estatal por la crisis actual de feminicidio. Odio cuando me dicen mentiras, así sean piadosas, y odio la prepotencia. 

Aun así, no estoy tan convencida de que el odio sea personal. Mis sentimientos nunca han llegado más allá de un disgusto profundo; yo sí he querido estar lejos de varias personas a lo largo de mi vida porque sus valores no se alinean con los míos, porque sus comportamientos me drenan la energía, porque cometieron un error que me hirió profundamente. Pero creo que nunca he odiado a alguien, todo lo que es alguien, porque entiendo que las personas son mucho más de lo que hacen, mucho más de lo que dicen, y mucho más de lo que conozco. Claro, he querido a gente lejos de mí. He odiado lo que han hecho, los errores que han cometido. Pero el odio personal, en el que me invade una furia por la simple existencia de otro ser humano, nunca lo he vivido.

Tengo claro que sí se puede odiar a las cosas. Yo, por ejemplo, odio el cáncer. No me gusta la enfermedad en general, pero odio el cáncer por su manera de destruir vidas sin precedente, por su existencia silenciosa, por su explosividad al descubrirse. Odio también los hospitales, detesto el sentimiento que me producen y su olor que me da náuseas. Odio el maní por la manera peculiar en la que me inflama la garganta, y me pone los cachetes rojos, y cuando una mesa está coja. Odio muchas cosas, realmente.

Mi punto es que, para llegar a odiar a alguien, se tiene que destruir su humanidad. El odio, y el expresarlo, se trata de reducir lo que es el universo entero de otro ser, que incluye a su familia, sus amigos, sus creencias, sus afiliaciones políticas, sus pasatiempos, sus infancias, sus futuros, sus aspiraciones y sus sueños. El odio es ignorar que todos tenemos aciertos y desaciertos, errores y victorias, preocupaciones y aspiraciones. Odiar es volver al otro una cosa, ignorar su condición humana, erradicar de nuestras mentes cualquier gramo de empatía.

Claro, hay quienes no se merecen nuestra empatía. Y no ignoro que en el pasado los humanos sí hemos odiado. La Alemania Nazi odiaba a los judíos, a los gitanos, a los negros, a los homosexuales. En Ruanda los Hutu odiaron a los Tutsi, en Yugoslavia los serbios a los musulmanes. En Colombia los Liberales a los Conservadores. En Chile Pinochet a los izquierdosos, en Cambodia el gobierno a los comunistas. Pero no hemos odiado a Juan, a Matilde, a Carlos, a Salomé, por existir.

Los humanos hemos odiado a los grupos, y lo que representan. Miedo, incertidumbre, corrupción, dolor, guerra. Hemos odiado las cosas, no a la gente. Y esto es exactamente lo que sucede con los discursos de odio. El hablar y el hablar con odio son diferentes porque en uno se deshumaniza, se le trata al otro como si fuera una cosa, se le asignan las características de lo que representa en un nivel personal. Asimilamos los sentimientos que nos producen algunos aspectos suyos a un odio por su existencia, y por eso es tan doloroso.

Yo no creo que quienes me hirieron hace tantos años lo hicieron porque me odiaban a mí. Lo hicieron porque odiaban lo que mi feminismo representaba en sus vidas, la incomodidad que generaba. Asimismo, yo no creo que la hinchada en Barranquilla odia a la hija de quince años del presidente. Más bien odian lo que representa su padre, la desilusión e incertidumbre que ha traído con su mandato. Odiamos porque tememos, eso está claro. Odiamos porque nos duele. Y lo expresamos porque queremos hacer temer, queremos hacer doler.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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