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Guiño: no basta ver, hay que reconocer

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Todos tenemos banderas: ideas que son constantes en nuestro entendimiento del mundo y que llevamos donde quiera que vayamos. Mi bandera más importante los últimos años ha sido el reconocimiento del daño.

Primero empezó como un ejercicio personal de dimensionar las conductas de acoso sexual a las que había estado expuesta (así como mis amigas) en la época universitaria. Reconocerme en ellas –y en las consecuencias que eso había traído para mí– fue la puerta para perdonar no solo a quien lo había causado sino a mí por creerme responsable de haberme expuesto.

El reconocimiento del daño luego fue mi bandera en el entendimiento del Derecho, y especialmente del proceso judicial. Creo que la única vía para tener sistemas judiciales y legislativos ponderados y justos es eliminando los prejuicios que impiden el entendimiento del daño del otro y que causan las injusticias epistémicas que son, a su vez, causantes de un daño mayor.

Reconocer el daño del otro ha sido también un ejercicio de diálogo. ¿Cómo generar vínculos íntimos y libres si no se parte de conversaciones transparentes sobre lo que pesa y determina la forma en la que se entiende el mundo? Generar esos espacios seguros ha sido la posibilidad de encontrarme en el reflejo y de usar la conversación como la vía para la transformación: es ahí, en ese encuentro, que las ideas se hacen dinámicas y que la simple opinión pasa a ser una reflexión construida. Esta es regla de oro para cualquier plano de la vida.

Finalmente, este último tiempo he pensado mucho en la importancia del reconocimiento del daño que debería primar en las organizaciones en dos vías: reconocer el dolor que ha sufrido o sufre cada una de las personas que conforman las organizaciones, y el que se causa, al interior, por los errores en el ejercicio del liderazgo.

La primera vía permite construir una cultura basada en la capacidad de potenciarse desde la vulnerabilidad. Ser capaces de dimensionar del otro sus duelos pasados y dolores transitados puede llevarnos a potenciar, incluso, los resultados de las organizaciones. ¿Cómo no preferir estar en un entorno que intenta comprender lo que nos cuesta en lo personal pero que termina trasladándose a lo laboral?

Lo segundo y más escaso permite, por su parte, construir organizaciones mesuradas, estratégicas y compasivas. Reconocer, en tiempo real, el dolor que se está causando al otro permite reconstruir la confianza y fomentar relaciones transparentes. Ser capaces de evaluar el impacto que las palabras que estamos pronunciando es tener consciencia de nosotros mismos y del entorno que estamos creando; es entregar la posibilidad de que otros se identifiquen con el propósito de no causar daño y con un liderazgo que considera, no sólo el número, sino el “ser” humano.

Mi amigo estadístico me ha hablado un par de veces de los modelos de regresión: de cómo la información histórica permite proyectarnos hacia el futuro. Esa tiene que ser la apuesta de las organizaciones: si queremos que exista anhelo de permanencia de los integrantes, tenemos que ser capaces de construir un presente sólido basado en la confianza. Transparencia no es decir todo lo que se piensa. Transparencia en este caso es lograr una entrega integral hacia un fin colectivo.

El anhelo de permanencia no es más que ser capaces de ver hacia adelante teniendo la tranquilidad de que algo íntimo se comparte en el tiempo presente: de que vemos en el reconocimiento del otro la posibilidad de crecer en el liderazgo.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valentina-arango/

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