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Hoy, un recuerdo en este espacio…

Un recuerdo porque en ocasiones la realidad pesa más que las palabras que se contienen. Un recuerdo, que es solo idea, porque liberar lo que se fue puede ser la continuación: la decisión de seguir avanzando.

Van tres semanas en las que poco tengo para decir –o más bien para decirme–, pero como siempre: un paso y luego el otro. La vida, la sumatoria de recuerdos y la gente que se elige y soporta siguen y seguirán ahí. Queda solo seguir caminando y entregarse, en espacios intermedios y contenidos, a los recuerdos, esos que son justamente lo que no somos.

Llevo varios minutos sin moverme. Tengo la certeza del paso del tiempo porque he visto gente pasar. Todo se ve oscuro, y me confunde lo rápido que caminan. A mi lado hay alguien, pero no lo logro reconocer. Yo sigo estática en unas gradas, como esas de cementos que están en los coliseos de colegio. No sé por qué ni cómo llegué aquí. Lo único que percibo conocido es él: el hombre que hasta hoy he visto gris. El tiempo transcurre y apenas puedo sentirlo.

A él lo conocí hace seis años. Mi vida universitaria apenas empezaba, y él, con su inteligencia, tuvo un efecto en mí: hizo que el amor y el conocimiento fueran uno solo en mi propio pensamiento. Esa relación, amorosa desde el intelecto, me dejó a George Steiner, su idea del amor como una negociación entre dos completos extraños, y la tristeza que reside en el pensamiento. Me dejó a Funes el memorioso y la idea de que pensar es olvidar y abstraer. Me dejó mi preciado interés por la filosofía y por la capacidad creadora de las palabras y, de forma contradictoria, me dejó la claridad de que se puede admirar la obra y el intelecto de quien nos causa daño.

Como era de esperarse, la relación amorosa de enseñanza se tornó en un hostigamiento sexual incansable. Un hostigamiento que no descansaba: día y noche, y dijera lo que dijera. Un hostigamiento que duró dos años y que se volvió tan insoportable que llegué a creer que lo merecía, que lo merecía por haber nacido mujer. Esos dos años estuve paralizada; así como estoy en este momento. Yo, estática; todo a mi alrededor oscuro, y el mundo a un ritmo incontrolable. El miedo siempre me acompañaba, así como la contradicción de mi pensamiento que me recordaba la propia humanidad: la que implica reconocer al otro en su maldad. Esos años me pregunté si yo era una o era dos. Hoy pienso que soy y que fui las dos: la que sufrió y guardó silencio, y la que se enfrentó. Y tal vez puedo pensarlo de esta manera porque he olvidado como debió haberlo hecho Funes el memorioso. He olvidado como acto de resistencia.

Desde que le puse fin al dolor han pasado tres años: tres años en los que me he escondido, pero también me he enfrentado. Me he enfrentado a él porque no pienso dejar que mi seguridad intelectual se diluya y que del pensamiento solo me quede la tristeza. Y aunque lo he hecho, aún tengo días, como hoy, en los que me paralizo, porque mi recuerdo termina reduciéndose a la propia subjetividad y a las limitaciones impuestas por la mente que son nuestro propio reflejo. Por eso, cuando me pregunto si soy una o si soy dos me inclino por ser la propia contradicción de quien perdona en el encuentro de otros relatos, y de quien sabe que él y yo nos conocimos en el secreto y en el dolor. Que nos conocimos en la maldad que está en todos nosotros y que siempre implica una lucha por retenerla.

En mi recuerdo él lleva seis meses siendo gris, tal vez evocando su crueldad o la misma humanidad; pero hoy, en esa rapidez paralizante, espero marcarlo y pintarlo de otro color, uno que me refleje el perdón que deseo. Y es que han pasado seis meses desde que me ofreció disculpas, y dos meses desde que su vida se vio destruida por perder su trabajo, aunque no por mí, porque esta historia sigue siendo desconocida, sino porque para otras él también es gris.

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