A las afueras de un colegio en Bogotá, un hombre se bajó de una moto y corrió hacia un estudiante de unos 14 años. Le reprochaba haberle robado un dinero y sin mediar palabra empezó a golpearlo. El menor cayó de espaldas al pavimento, mientras algunos transeúntes aplaudían la escena como si fuera un espectáculo; otros, indignados, gritaban que parara. Entre ellos, una profesora del menor corrió hacia el atacante logrando que se detuviera.
Minutos antes de la agresión, un vigilante le impidió a este joven la entrada al colegio, argumentando que “no traía el uniforme de manera adecuada” y que parecía “estar drogado”. Nadie activó el protocolo institucional: ni directivos, ni orientadores acudieron para revisar su caso o derivarlo a apoyo psicosocial. Lo dejaron fuera, sin explicaciones ni alternativa, cuando él necesitaba ese espacio para sentirse seguro, para sentir que no estaba solo.
El joven, según declara la maestra que intervino en el ataque: vive con su abuela en Ciudad Bolívar, una de las localidades más golpeadas por la violencia. Su madre es habitante de calle y la figura paterna desapareció cuando él tenía dos años. Esta fragilidad lo hizo blanco fácil de las estructuras de microtráfico, quienes ofrecen “muestras gratis” de drogas a niñas, niños y adolescentes hasta hacerlos adictos. Posteriormente, los presionan para venderlas dentro y fuera del colegio. Cuando no pueden pagar con dinero la dosis que consumen, las alternativas se reducen a las peores formas de degradación: robar y en el caso de las adolescentes mujeres pagar con su cuerpo. Se presume que el motivo de la golpiza fue la negativa a robar de su casa un televisor que le pedían a cambio de su deuda.
El hombre que agredió al menor huyó del lugar y hasta el momento no se conoce su paradero. La profesora manifiesta que poco tiempo después del ataque recibió el siguiente mensaje de amenaza: “Se va del colegio por las buenas o le pasará lo mismo que a la rata de su estudiante”. Temiendo por su vida, pidió traslado de inmediato. Su estudiante –ahora con fracturas y hematomas– continúa hospitalizado en una clínica de la ciudad.
Esta dolorosa situación, es el reflejo de una crisis más amplia, así lo confirman los datos: en lo que va de 2025, la Secretaría de Educación de Bogotá ha reportado 5.490 casos de agresiones físicas en colegios de la ciudad, concentrados en Ciudad Bolívar (717), Kennedy (689) y Bosa (659). A nivel nacional, el Sistema Unificado de Convivencia Escolar registró en 2023 un total de 6.180 agresiones tipo II (reiteradas) y III (delictivas), 2.690 más que en 2022, mientras que el 23 % de los estudiantes confesó ser víctima de bullying con regularidad. Además, se estima que al menos 633 docentes y directivos en zonas de posconflicto permanecen bajo amenaza por ejercer su labor educativa en Colombia.
Este lamentable caso me hace pensar en las formas de la violencia, catalogadas como buenas y malas dependiendo de quién las ejerza. Se podría pensar que, en el caso de las bandas criminales, cuando estas apelan a la justicia como un valor que se debe defender por medio del castigo físico, es inaceptable. Pero valdría la pena detenernos a analizar las declaraciones dadas por el rector de la institución educativa donde ocurrió el caso con el que iniciamos este texto: “Todo esto fue un malentendido, lo que se quiso hacer con el joven era darle una lección que le ayudara a formar su carácter, impidiéndole que hiciera lo que se le diera la gana. De esta manera no fue que le negáramos su derecho a la educación, sino que lo invitamos a reflexionar sobre los valores cristianos como la responsabilidad y el orden, así que lo que pasó luego pudo ser consecuencia de esta falta de valores, no necesariamente de la circunstancia”. Ambas violencias apelan a la misma fórmula: el control y el exterminio del otro. Una se oculta tras una creencia religiosa, la otra tras la causa ilegal, pero ambas reclaman el derecho de corregir desde la imposición, como si el estudiante fuera una amenaza. Al final, no es el acto lo que define la violencia aceptable, sino quién la ejerce y bajo qué discurso la disfraza.
La escuela debe ser un refugio que garantice el bienestar de toda su comunidad educativa, especialmente de los estudiantes en condiciones de mayor vulnerabilidad. Para ello, sus directivas tienen la obligación de conocer y activar de manera oportuna las rutas de atención establecidas por la normatividad vigente, evitando ampararse en creencias personales o en protocolos improvisados que involucren personal sin formación adecuada. Paralelamente, como eje transversal, es indispensable el compromiso activo de padres, autoridades y comunidad, no como espectadores sino como corresponsables, para asegurar que la escuela se mantenga como un entorno protector, libre de cualquier forma de violencia. Ahora mismo recordé a un colega que suele usar una imagen tan eficaz como inquietante al referirse a los eufemismos que encubren las violencias en entornos escolares: “La violencia es como una granada de mano: puede acariciarse, adornarse e incluso llenarse de buenas intenciones, pero su naturaleza destructiva acabará estallando más temprano que tarde”.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/