Por milenios, los seres humanos consideraron que sus vidas estaban totalmente determinadas (o al menos en su gran mayoría delimitadas) por la voluntad, siempre voluble, de los dioses. El destino estaba escrito y caprichosas deidades definían el recorrido vital de los mortales. Por eso los generales revisaban las entrañas de sacrificios animales antes de las batallas, en ocasiones evitando los enfrentamientos frente a augurios adversos, y los sacerdotes romanos dedicaban buena parte de su tiempo a interpretar señales importantes en el vuelo de los pájaros o en el comportamiento de un grupo de gallinas sagradas. Todo estaba definido y las personas ocupaban buena parte de su tiempo intentando comprender los designios divinos y lo que les deparaba la complicada diosa Fortuna.
Fortuna repartía, en ocasiones con extraños visos de injusticia, quiénes eran ganadores y perdedores: políticos, soldados, pero también sencillos artesanos, comerciantes y campesinos explicaban su suerte en los favores de la diosa. El mérito propio era, en el mejor de los casos, compartido. Pocas personas iban por ahí alardeando de haber podido doblegar a la fortuna. Los dioses, como bien sabe todo el mundo, son recelosos de la arrogancia.
Esas buenas costumbres se han perdido un poco. La asociación del éxito personal y social a los méritos personales es casi una certeza de nuestros tiempos. Al menos, esgrimida por políticos, emprendedores, influenciadores, deportistas y escritores de autoayuda. Muchos subestiman que el efecto de la fortuna sobre nuestra propia vida es demasiado importante como para que evitemos poner en duda los méritos propios de nuestros éxitos y las culpas asumidas por nuestros fracasos.
Ahora, si les incomoda el sacrificio ritual de cabros antes de las decisiones importantes o la lectura del vuelo de las aves, también hay una versión agnóstica que tiene en cuenta la fortuna, la suerte y el contexto. Podemos entenderlo como la sumatoria de factores por fuera del control de un individuo que delimitan sus opciones y le imponen situaciones inesperadas. Todos estamos abocados a sus efectos y nuestra posibilidad de influenciarlos es relativamente baja, la mayoría de las veces.
Esta conversación es importante, más allá de las implicaciones personales, porque también influencia las decisiones públicas. La idea del mérito propio ha determinado la forma como comprendemos el éxito y el fracaso social, en particular, nuestras ideas sobre riqueza y pobreza y las alternativas políticas disponibles y pertinentes para abordarlas. Al fin de cuentas si la fortuna es irrelevante y todo se reduce al mérito del esfuerzo propio ¿cómo defender programas que intenten nivelar y reorganizar las estructuras que generan desigualdad en oportunidades y decisiones vitales de las personas?
Hay una vieja metáfora, usada hasta el cansancio -por buenas razones-, que comprende a la sociedad como a un cuerpo humano. Los órganos como segmentos o poblaciones, pero, sobre todo, la interconexión e interdependencia como principios fundamentales del funcionamiento del “cuerpo”. En la sociedad como organismo nada existe en el vacío, nada está realmente solo, aislado o independiente. Ni el éxito es mérito personal, ni el fracaso es castigo merecido. Todos ganamos y perdemos en contexto; todos le debemos algo a alguien y nos deben algo. Todos nos vemos abocados a la caprichosa fortuna.