Hay noches que deberían ser de encuentro y celebración. Y sin embargo, las intenciones iniciales se convierten en una pesadilla. ¿Qué cambió? Quizá una palabra mal utilizada, un empujón accidental o una mirada que no es bienvenida. En cuestión de segundos nos convertimos en víctimas –o en victimarios– y el festejo termina en una riña. Perdemos el control de nuestras emociones y nos dejamos llevar por la rabia y la intolerancia.
Y no parece ser solo cuestión de buscar explicaciones en el exceso de alcohol o en la falta de control personal. Es algo más profundo, que caracteriza a todo el territorio nacional, pues las noticias se repiten sin importar si suceden en la montaña, el mar o la llanura. Vivimos en una sociedad en la que descargamos nuestras frustraciones en lo primero que tenemos enfrente. Y en donde nos cuesta ponernos en el lugar del otro.
Este problema de convivencia va acumulándose poco a poco y gestándose en contextos de tensión más amplios, caracterizados por el ruido y el caos. Ese desorden cotidiano marca nuestra vida y nos impide pausar, respirar y contar hasta 10, al menos. Cargamos con un malestar que siempre está a punto de estallar y, por eso, cualquier tropiezo, malentendido o incluso una palabra fuera de contexto enciende la chispa. No nos desborda la fiesta; somos nosotros los que llegamos desbordados a la noche de fiesta.
Y cuando el conflicto estalla, esperamos que las cámaras hayan grabado, que los videos se vuelvan virales y que aparezcan las sanciones para ver si “aprendemos”. Pero nada parece servir. Ni más policías en las calles, ni multas más severas, ni la amenaza de castigos y procesos penales. Nada nos disuade cuando la intolerancia forma parte del paisaje.
La pregunta es cómo desactivar esa furia antes de que estalle. Hay caminos posibles. Uno, recuperar la cultura ciudadana no como un eslogan, sino como una pedagogía constante. Podemos enseñar a tramitar el conflicto, a ceder y a reparar. Dos, entender el territorio y sus patrones de riesgo. Identificar esas características –como los lugares y horarios donde las riñas se repiten– nos permitiría actuar y prevenir. Y tres, formar a las nuevas generaciones en empatía y regulación emocional con un mensaje firme: el respeto no es señal de debilidad; es una forma de fortaleza.
El reto es gigante. Debemos construir vínculos que nos motiven a tramitar las diferencias sin recurrir a la violencia ni anular al otro. Pero una sana convivencia no se impone con miedo ni con multas. Se cultiva con ejemplos y límites que respetamos con naturalidad para evitar quedar atrapados en nuestra propia furia.
Una sociedad en la que no sabemos respirar antes del golpe nos condena. Y quizá ahí esté el reto: volver a respirar juntos, entender que el goce también necesita calma y que la fiesta debe ser un espacio de convivencia y no de fractura. Cada encuentro nocturno puede ser un ensayo de la ciudad que queremos: donde bailar no sea peligroso, donde celebrar no implique sobrevivir y donde no despertemos con la noticia de que alguien murió a golpes “por un malentendido”.
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