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La metáfora de la montaña es de las más recurrente para explicar la vida. Cuesta arriba tiende a ejemplificar las dificultades por las que se transita para llegar a la meta. Supone esfuerzo para asumir las pendientes y, sobre todo, conciencia para saber que a medida que se sube, el camino será más arduo. La dificultad para avanzar se matiza con la ilusión del final: “cuando llegue arriba todo será mejor”.
El cuerpo pasa por momentos en los que se resiste a seguir. El corazón palpita de tal manera que se siente en la garganta, como si necesitara más espacio para realizar sus funciones. Entonces, los pulmones se agotan y el cerebro nos hace creer que esa es la seña para renunciar. Para dar la vuelta y regresar. Ahí, las mínimas técnicas de respiración se convierten en bastón y regresa la calma. Uno siente que es capaz de seguir adelante, insisto, por la esperanza de lo que hay allá, arriba.
Una vez arriba, todo puede ser muy distinto a lo anhelado. Cabe la posibilidad de que la ilusión nos pinte un destino en la altura que, al llegar, no coincida con la realidad. Nosotros subimos al cerro Las Nubes, en Jericó. Los retos de la subida, más difíciles para mí, se apaciguaban con la idea de llegar a un punto tan alto que pudiera ver la cordillera casi hasta los departamentos más cercanos. Pero, como un caminador experto sabría, elegimos una hora de subida en la que la niebla aún estaba muy tupida. Arriba, el paisaje era impresionante, pero absolutamente distinto al esperado. La neblina era tal que en pocos segundos dejábamos de ver lo que había a cinco metros de distancia.
La satisfacción por llegar significó también la serenidad para abrazar un paisaje distinto al imaginado. Es decir, no pudimos ver la extensión de las montañas, pero vivimos, ahí, la belleza de sentirse rozado por la nube que salía de la parte alta del bosque en dirección al cielo. Entonces, de nuevo, la realidad explicada con la metáfora: tal vez, después del camino recorrido, la meta no necesariamente sea la que uno planeó, pero al punto al que se llega es el correcto si recurrimos a la serenidad para asimilar el novedoso escenario.
Regresar, ahora cuesta abajo, parecía más sencillo. Pero es ingenuo asumirlo con esa contundencia. Aprender a bajar implica renuncia y una mayor conciencia de la compañía. Uno es más fuerte cuando cuenta con la mano cariñosa que da apoyo. Hay espacios en los que se combinan lo húmedo, lo estrecho y lo empinado. Caída fija. Pero saberse acompañado, soportado, es sentir seguridad y determinación. Se es capaz porque, por ejemplo, la poca habilidad de uno se compensa con la fuerza del otro.
Vivir la montaña tiene otra sorpresa: la compañía se presenta en diversas formas y cuerpos. Cuando empezamos a subir apareció un perrito que nos guio por el camino, nos mostró los recovecos. Silencioso, ágil, estuvo con nosotros desde el punto de inicio hasta que regresemos al mismo punto. Fue alegría, motivo de risas y, sobre todo, fue ejemplo de lo adecuado: estuvo el tiempo que era, ni más ni menos. Fue, sin saberlo, maestro de discreción; de la compañía que no hace espaviento ni bulla. Y en nuestros tiempos sí que necesitamos aprender de moderación.
Al final uno mira por el retrovisor y nota que no fue tan difícil. Que, a veces, las altas expectativas son motivo seguro de frustración; pero, precisamente la vida nos enseña a modular las primeras para mermar las segundas. Uno, abajo, mira la montaña que se impone y comprende que el aprendizaje es otra metáfora: no es la cima, es el camino.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/