Me demoré en llegar a la conmemoración de los 40 años del holocausto del Palacio de Justicia porque tenía pendiente la lectura de “Mural”, la última novela de Ricardo Silva Romero. Con Ricardo me pasa que siento que su tono, sus preguntas, sus reflexiones y, sobre todo, la forma cómo pone en escena a protagonistas, actores de reparto, extras, familiares y amigos, me conectan con lo absurdo, inspirador y bestial que puede ser este país. Porque, como dice el autor refiriéndose a la actuación posterior del M-19, “la historia no la cuentan los vencedores, sino los narradores” y, refiriéndose a los militares, “la guerra no termina con el último disparo, sino con la última palabra, la última versión…”. Uno escoge sus narradores.
“Mural” no es una crónica o una investigación periodística sino una novela que toma recursos cinematográficos y es narrada en diferentes planos temporales y físicos, con paneos, tomas cenitales y cámara al hombro, sobre una de nuestras catástrofes más dolorosas. Ricardo nos pone en medio del fuego, al lado de los heridos y en el centro de la tormenta de emociones, de fuego y de bala que arrasa con los protagonistas. Pasamos del sótano a la azotea del palacio y del despacho del presidente de la república a las caballerizas de la escuela del Cantón Norte. En la “Ficha técnica” que abre el texto, el autor da crédito a investigadores y periodistas que han escrito sobre el infierno del máximo tribunal, reconoce que el libro “asume las contradicciones de los sobrevivientes” y afirma que “su técnica es la compasión por todos y por todo”. Esto es lo que hace de Ricardo un escritor poderoso y necesario para nuestro país. Quienes busquen juicios finales y condenas ejemplarizantes, no las encontrarán en esta novela.
La literatura, que no pretende hacer militancia ni manifiesta una fe ciega en institución alguna, es un medio poderoso para comprender la humanidad y el contexto complejo de situaciones como la del palacio. El texto literario también permite, mejor que otros, describir cómo el azar, la información fragmentada, los sesgos y los miedos de los personajes envueltos en estas aventuras suelen jugar un rol central en los desenlaces de toda clase de situaciones, incluso por encima de los planes y los objetivos concretos.
“Mural”retrocede en el tiempo para hablar del fraude electoral de 1970; del robo de la espada de Bolívar; del asesinato del ministro de trabajo José Raquel Mercado; del Estatuto de Seguridad; del robo de las 5700 armas del Cantón Norte y de la toma de la embajada. Reflexiona sobre el contexto nacional y las equivalencias ligeras y asesinas que se manejaban en la época cuando dice que “esta guerra mete a todo el que diga justicia social en el mismo saco y pasa por encima de los peros y los matices”.
La película en letras de Silva Romero no es una exaltación de la lucha armada. El niño Ricardo, con 10 años, desvelado durante la toma y la retoma porque el hermano de su mamá está atrapado en el fatídico baño del entrepiso con 60 personas más, revisa la caja de recuerdos de su otro tío. Su otro tío, el abogado de izquierda que abandonó el activismo político porque entendió que de la mezcla de ideología y armas no queda más que dolor y muerte, y que, por esta osadía, fue asesinado por un comando del EPL. Ese niño, hijo de una jurista valiente y de un profesor inspirador que decidieron que su revolución era ser padres presentes y amorosos, entendió muy rápido que echar a andar la revolución armada o la refundación de la patria o cualquier cosa que implicara la bala “salvadora” era un espiral descendente que más temprano que tarde acababa con todo lo precioso y lo amado. En todas sus obras brilla esa claridad.
Los militares en esta película, quizás en todas, son un bando aparte. No estaban defendiendo “la democracia, maestro”, como declaró ante las cámaras uno de ellos, sino que pasaron del “orgullo herido a la ceguera y luego a la sevicia”. “…la humillación, un trauma que engendra traumas, se encuentra detrás de las guerras más desquiciadas, más apocalípticas que hayan desfigurado este mundo”, dice el narrador de “Mural” al recordar el robo de las armas por parte del M-19 y su efecto en las fuerzas militares.
Arcanos, paladines, corajudos, acorazados y arietes son los nombres clave de los militares al frente de la operación quienes dejaron claro desde muy temprano que el único objetivo era la aniquilación de los guerrilleros y la recuperación del palacio a cualquier precio. “Mientras no hayan llegado los de la Cruz Roja estamos con toda libertad de acción…” dijo Paladín 6, el comandante del Ejército en una conversación grabada por un radioaficionado. En otra conversación grabada, a la pregunta “¿Y si quedan Magistrados?” un oficial responde: “!Vuélelos! ¡Luego les hacemos un monumento!” Las personas que lograron salir con vida del infierno todavía tenían que pasar por el hoyo negro de la Casa del Florero. Desaparecieron algunos. Otros fueron torturados y asesinados. Así no es, maestros.
El gobierno nacional, que estaba a 250 metros lineales del Palacio de Justicia, realmente oficiaba en un universo paralelo. Nadie lo ha reconocido, pero como lo dice Ricardo, al enterarse de los cientos de muertes y, posteriormente de las torturas y las desapariciones, para muchos es claro “que han confiado demasiado en la fe brutal de los militares”. No gobernaban realmente y, creo yo, por eso también son responsables.
Lo que más me gustó del libro, no obstante, son las reflexiones de Ricardo niño y las de Ricardo cincuentón que nos tocan a muchos de los que crecimos en esa época. “…a ratos sospecho que le corresponde a cada cual, en el vasto paraje en el que se está solo con la propia sombra, negarse a jugar el juego de los líderes de las venganzas, de los arreadores de las sociedades, y que a esta edad he estado pensando que los verdaderos protagonistas son los personajes secundarios que tienen la fortuna de serlo…”.
Así es. Léanlo.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-londono/