Fiebre

«Los que subestiman la belleza y el lujo de la supervivencia lo hacen porque rara vez han estado casi muertos».

Anne Boyer

No hay mayor conciencia de la soledad que la del silencio de la habitación de un enfermo. Nadie nunca sabrá cómo es exactamente su dolor, la magnitud de su desasosiego, los viajes de su mente. Aunque quisiera, nadie podría padecerlos por él. Se produce una especie de encierro en el propio cuerpo, una frontera de niebla desde detrás de la que mirar y desaparece la extensión de las paredes al mundo de afuera.

Desde la habitación de enferma todo, a excepción del caos interno, se vuelve de alguna manera más simple, sencillamente porque nada parece posible, más que la lucha por superar el instante presente, por salir de la bruma para volver a ver.

En la niebla de la enfermedad no se puede dormir. La mente, exhausta, se envalentona para brincar de un pensamiento a otro y se pregunta también si será la peste moderna la que ha tomado el control. “Cuando estás enfermo y en horizontal, el cielo o el aire celeste de lo que está sobre ti se derrama sobre todo tu cuerpo: el área de intersección etérea, al incrementarse, provoca una crisis de imaginación excesiva”, describe Anne Boyer en Desmorir, relatando su experiencia de cáncer de seno, que nada qué ver tiene con una gripa, pero que habla de la vulnerabilidad durante la enfermedad.

Así, temblando en la cama, pasé la semana que siguió a una de vacaciones en el mar. El cerebro a todo dar, recorriendo mentalmente las agendas por cumplir —que nada da espera en la sociedad de la productividad—, castigándome por si después de casi dos años de haberme librado de la peste finalmente había ido a buscarla yo, con la nariz pegada a un frasco de perfume la noche en que creí que no volvería a oler, y con terror ante la posibilidad de multiplicar la soledad del temblor y la bruma si se confirmaba la condena y debía separarme del abrazo como último recurso para la paz. Paranoia, que es lo que hemos aprendido.

Aunque toda la vida hayan disminuido el olfato y el gusto ante la congestión de una gripa, ahora ese reconocerme mentalmente ‘dejé de oler’ significaba la parálisis. “En los intersticios de mi lista de tareas pendientes investigo la muerte, busco desesperada el estudio que diga que viviré”, cuenta Anne Boyer en su ensayo. Es que tendemos a rastrear excepciones y certezas que certifiquen nuestra esperanza particular. 

Así lo hice hace alrededor de diez años cuando me mordió un mico en Camboya, zona endémica de rabia: aunque no hay diagnósticos más aterradores que los de internet, mi forma de intentar calmar el pánico exacerbado por la distancia, por la posibilidad de lo grave en la lejanía y la cantidad de fronteras que me separaban de las valoraciones conocidas, de los brazos de la mamá (sin importar la edad, no hay mejor cobijo en el mundo ante el miedo), del sosiego de la propia habitación, fue sumergirme en la red que se saltaba casi todas esas fronteras a ver si allí había alguna luz.

En la enfermedad todo es relativo, la perspectiva se transforma: esas horas deliciosas de la noche que se ansían cada día, se temen por la eternidad de verlas pasar segundo a segundo, oscuras, interminables, sin sosiego y ante el sueño de los demás. Como dice también Anne Boyer, “Todo el placer de una cama puede desaparecer durante la enfermedad tras las originales arquitecturas de la preocupación”.

Pero la cama, la cama es finalmente un consuelo esencial y anhelado ante cualquier tragedia o ante la más sencilla debilidad. Sin su cobijo en una habitación segura ¿cómo puede uno protegerse ante lo temible que se siente a veces el mundo? En los peores momentos de la fiebre y los temblores me encontré en el vacío imaginando el horror de pasarlos envuelta en la desprotección y la dureza de una calle. Solo la certeza de la cama permite al ser humano asumir la vida imaginando una mañana nueva.

Y ahí está siempre la sombra de la enfermedad —la vida es una espera a que el relato sea en primera persona—. Anne Boyer pudo desmorir —sobrevivir— a su cáncer de seno a los cuarentaiún años y mi diagnóstico de la peste moderna llegó negativo. Así que por ahora fue solo el temblor de una fiebre pasajera, pequeños recordatorios de que abrir los ojos y oler el café en la mañana después de dormir profundamente en una cama caliente, no son sino una enorme fortuna. 

Debo terminar con este fragmento de un poema bello y desolador de la escritora nicaragüense Gioconda Belli, publicado hace unos días a propósito de lo que tuvo que abandonar por su actual exilio ante la dictadura que la amenaza en su país — ¡cuántas circunstancias pueden desafiar la tranquilidad presente! —: 

“Mi cama con el mosquitero / Ese lugar donde cerrar los ojos / E imaginar que el mundo cambia / Y obedece mis deseos.”

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