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Mi color favorito era el rosado. Como dije en la columna pasada, quería tener seis hijos. Y me encantaba jugar a la cocinita. Lo mejor que me podía pasar era que mi mamá me dejara ayudarla cuando estaba haciendo uno de sus postres. Me volví una experta en colar la harina para que no quedara con grumos, y tenía mi propio mini delantal y un taburete para poder alcanzar el mesón de la cocina. A cada bebé de juguete que tenía le ponía el nombre de la persona que me lo había regalado, entonces tenía a Totona (todavía no podía decir Maria Antonia), Tota (todavía no podía decir Carlota), Rosa, entre otras. En los viajes familiares que hacíamos rotaba las muñecas que llevaba, porque mis papás solamente me dejaban llevar a una. Y cuando llegábamos a la casa otra vez les pedía perdón a todas por haberlas abandonado. También me acuerdo de ponerlas todas al pie de mi cama cuando mis pies aún no ocupaban ese espacio, para que todas pudiéramos dormir juntas. Me encantaban los collares, los anillos, los vestidos, las mariposas. Mi cantante favorita era Hannah Montana, y mis gafas, que uso desde los tres años, siempre eran o moradas o rosadas con dibujos de corazones, o algo por el estilo. Lo mejor de Halloween era que la mamá me maquillara con sus brochas y polvos y rubores porque me encantaba estar pintorreteada. Adoraba los tacones, y me ponía los de mi mamá casi a diario. Estaba en clases de ballet y soñaba con el día en el que me dejaran usar zapatillas de punta. 

Todos estos aspectos de mi infancia pueden resultar muy curiosos para personas que me han conocido en los últimos años, porque entre más años he cumplido, más he rechazado todo lo que tuviera que ver con la feminidad tradicional. De un momento a otro mi color favorito era el negro, y odiaba los vestidos. Me salí de ballet, mis gafas ahora eran de marco grande y café, no me gustaba tener el pelo tan largo, me difracé de novia muerta en Halloween y el maquillaje que usé fue sangre falsa. Empecé a odiar, y aún me parece incómodo, decirle a la gente que voy a la peluquería, o que me gusta maquillarme, porque no quiero que sepan que me preocupo demasiado por mi apariencia. Quiero que piensen que tengo cosas más importantes para hacer, como luchar por la igualdad de género, leer, jugar voleibol, debatir, escribir. 

Mis amigos cercanos eran hombres, y salíamos los cinco; Juanfe, Ricky, Monch, Fede y yo. Y yo era uno de ellos, siempre decían que Beyer era un man más. Y sí, me decían Beyer mientras todas mis amigas me decían Salo. Ellos hablaban conmigo de las que les gustaban, de rumbas y trago, de todo lo que se pudieran imaginar que hablan en un grupo de hombres. Yo era matada, sintiendo que no era una “mujer normal”, que no era complicada, que no era dramática, no ponía problema por bobadas. Aunque los videos que veía en Youtube eran sobre cómo maquillarse, me compraba labiales en secreto, pasaba mucho más tiempo del que hubiera querido mirándome al espejo chupando barriga. 

El rechazo a la feminidad tradicional es algo que he empezado a notar en todas partes. Creo que por eso mi subconsciente empezó a rechazar esos atributos tan femeninos, tan propios. Y claro, la socialización de las nilñas para adaptarse al ideal de “la buena mujer” es una realidad, pero estos atributos eran muy míos. No tenía papás que me dijeran que tenía que ser de cierta manera. Y esa Salomé de cinco años, era completamente femenina. Entonces, ¿por qué empecé a rechazarla? ¿A rechazarme? Miremos a nuestro al rededor. Hay narrativas viniendo de todas partes diciéndonos, a todes, que las únicas que nos preocupamos por nuestra apariencia somos las mujeres. Que las mujeres no servimos en las empresas porque somos conflictivas y “enredamos todo”, o que el ascenso que nos ganamos fue un premio por un buen polvo. Y cuando tenemos conversaciones de política con hombres nos empiezan a dar piropos, a coquetear, mientras que con sus amigos siguen la conversación sin insinuaciones. El peor insulto para un hombre es que le digan “marica” y lo que más critican de los hombres gay es su feminidad. El rosado es para niñas, y las niñas son débiles. Los deportes son para los hombres, y los hombres son fuertes. Supongo que no quería ser débil y por eso me paró de gustar el rosado. Y quería ser fuerte entonces quería que las personas se concentraran en que practicaba deporte, que era muy buena debatiendo, con argumentos y todo. Quería que no me vieran por mi cuerpo, sino por mi inteligencia. Como a un hombre. 

Hoy sigo encontrando las maneras en las que este rechazo me ha afectado. Digo que no quiero tener hijos aunque una parte de mí sabe que sí quiero, porque en mi cabeza todavía no pueden coexistir la maternidad y el éxito profesional. No me gusta cocinar, hasta que mi novio me pide que le ayude haciendo la pasta que vamos a comer en la cena y no puedo parar de reírme mientras parto los tomates y revuelvo la salsa. La primera vez que dije que me aclaraba el pelo sin decir que “no mucho” ni que lo hago “solo cada seis meses” fue la semana pasada, en una columna de No apto. Recientemente redescrubrí los vestidos, porque había parado de usarlos, y encontré mi nueva prenda de vestir favorita. Me pinto las uñas también, aunque antes solo me echaba un brillo que no se notara mucho. 

Mientras cuestiono las masculinidades frágiles , también he aprendido a cuestionar los ataques hacia la feminidad. Me he dado cuenta que una mujer puede ser femenina y  muy inteligente. Que puede usar vestido y no le quita ni una fracción de la credibilidad que tendría si estuviera usando traje. Que la feminidad no demerita a nadie, y que no es un insulto. He parado de luchar contra la corriente, y he intentado rescatar a esa Salomé chiquita, que se perdió en un mundo que le dijeron que no iba a llegar a ninguna parte si seguía siendo ella.

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