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“Al mediodía llegaron las volquetas fúnebres
con sus chazas inmensas de tártaras calientes
Las órdenes dadas estaban cumplidas

Ese día el sol fue borrado del cielo”.

José Ramón Mercado, La masacre de Chengue.

El año pasado, el excomandante de las Fuerzas Armadas, Mario Montoya, fue imputado por la JEP como presunto autor de crímenes de lesa humanidad cometidos en dieciséis municipios de Antioquia cuando comandaba la IV Brigada, durante 2002 y 2003. Tuvieron que pasar veinte años para revelar este horror y contarles la verdad a las familias y a todo el país. Aún hoy, muchos se rehúsan a reconocer estas revelaciones como parte de una política estatal de terror, y sobre todo, a darles la relevancia que se merecen, a integrarlas como parte de un relato que, aunque nefasto, define en gran parte quiénes somos, cómo son nuestras dinámicas.

He vivido en Colombia toda mi vida y sé muy bien que la violencia nos ha atravesado a todos. Lo sigue haciendo. No conozco una persona que no haya vivido en carne propia el temor a ser secuestrado, a ser víctima de una bomba, de un robo a mano armada, o que no tenga en su familia algún difunto a manos de otros. Sin embargo, la violencia y la guerra entre el estado, los grupos al margen de la ley y las bandas criminales, generaron a su vez un relato que nos dividió en bandos, incluso cuando no estábamos en ninguno. En vez de ser víctimas o victimarios, inocentes o culpables, esta espiral demencial de crímenes y atrocidades comenzó a tomar otros matices mucho más problemáticos.

Nos llenamos de estigmas sociales, de señalamientos y de prejuicios que, al mejor estilo de la cacería Bukele, han causado encarcelamientos, desapariciones y rechazo social por simple sospecha. ¿Quiénes han sido los responsables de esto? Nuestros gobernantes. Quienes llevan años peleándose el poder y nos dejaron sumergidos en una conversación de odio y polarización de la que parece imposible salir.

Se borraron de la conversación otras voces, otras miradas. Unas más compasivas, más empáticas, más humanas y más interesadas en ahondar en el contexto, en sus causas, en sus consecuencias, en las historias personales y no en la historia única que siempre nos contaron: que los malos son ellos, los otros. La guerrilla de las FARC y el ELN le hicieron muchísimo daño a la población de Colombia, lo siguen haciendo. Pero a su vez tuvieron responsabilidad en esos daños, mal llamados colaterales, las Autodefensas, el Ejército, el Estado, los narcotraficantes, los políticos corruptos. Y nosotros, inmersos en esa eterna y fútil discusión sobre quién es peor, quién es el malo, quién roba menos.

La complejidad del conflicto en Colombia necesita de un análisis riguroso, de una discusiones serias y profundas que den cuenta de la realidad social y económica del país, que construyan sobre esas heridas que continúan abiertas, pero que hoy no son el principal problema, sino la consecuencia de muchos otros a los que no se les ha prestado atención.

Llevo un mes y medio analizando el discurso del Gobernador de Antioquia, del Alcalde de Medellín y de algunos concejales, y persiste en ellos la actitud evidente de quienes siguen haciendo campaña a pesar de estar ya ocupando sus cargos en los que deberían preocuparse —y ocuparse— de lo que les compete. En cambio, utilizan sus redes sociales para continuar dividiendo y estigmatizando a diferentes grupos poblacionales, diseminando el odio y abriendo más esa brecha que hace que estemos siempre a un tweet, a un acto, de un estallido social que podría ser imparable e irremediable.

Lo hizo el Gobernador cuando publicó un trino refiriéndose a una explicación que le pidió al Consejo Superior de la Universidad de Antioquia sobre estudiantes que llevan más de diez semestres sin graduarse: “Me temo que aquí podrían estar los que van a la Universidad a cosas diferentes a estudiar”, escribió. Lo hizo el Alcalde con sus decretos coercitivos e inútiles que estigmatizan consumidores de drogas diciendo que es por el bien de los niños. Ambos dijeron que el presidente había promovido “un nuevo ataque contras las altas cortes” refiriéndose a la toma y retoma —omitiendo esta por supuesto— del Palacio de Justicia en 1985.

Días antes, un concejal de Medellín dijo en pleno recinto que “el pobre es pobre por perezoso o poco creativo”, citando “una frase que encontré en Google”, simplificando de esta manera la grave crisis de pobreza y hambre que vive la ciudad desde hace varios años. Como si con ser creativo bastara para poner en marcha todo un sistema educativo, de protección y laboral que ha fallado en todo el país, más por corrupción y negligencia que por falta de recursos o de capacidad.

Se les olvida que ese tipo de estigmas y ataques contra poblaciones específicas fueron los que le dieron fuerza al nazismo en Alemania, los que tienen hoy a Bukele en su segundo mandato y reforzando a más no poder a la fuerza pública para protegerse de la oleada de violencia que vendrá después de la que el supuestamente está conteniendo, los que continúan perpetando el conflicto entre Israel y Palestina de manera despiada, los que sumieron a una zona de Europa en una guerra absurda étnica en los años noventa; los mismos que llevaron a los paramilitares al corregimiento de Chengue, en Ovejas, Sucre, el 17 de enero de 2001 a cometer una masacre donde veintisiete personas fueron asesinadas.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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