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¿Qué es ser paisa? Hay un relato antiguo, lleno de alabanzas y glorias, una historia que se cuenta mucho y mal: la de la pujanza, la de la berraquera —o verraquera, hay lexicones que le darán la razón a unos y a otros—, es el cuento del perro andariego que se tragó la montaña.
Es el relato desde la exaltación, donde lo bueno siempre será mejor de lo que cualquier otro pueda contarlo. Es el cuento del paisa supremo, el grandilocuente, el que siempre gana, no importa en qué compita.
En esta historia, repetida de generación en generación, de barrio en barrio, de casa en casa de esas encumbradas en los Andes o encerrada entre montañas, estamos siempre en el mejor vividero del mundo y somos todos descendientes del Tío Conejo o de Pedro Rimales: avivatos cuando se requiere o aventureros o fundadores de pueblos o negocios. Colonizadores que, sobre todas las cosas, no se varan.
Esa es una crónica vieja, repleta de orgullo desbordado y autosatisfacción en la que, a duras penas, caben unos cuantos, aunque quieran decir que ahí estamos todos, porque excluye a un montón de antioqueños; porque el relato de lo paisa actual, además, se limita a un pedazo de Antioquia y no tiene en cuenta al negro, ni al indígena, ni al ribereño ni al que vive en la costa de Urabá…
No me gusta ese paisa de mirada estrecha, acostumbrado a ver hasta donde las montañas lo dejan, camandulero y meapilas, que enterró el carnaval y prefirió las procesiones, como cuenta Juan Luis Mejía. No me gusta ese paisa racista y clasista que se le olvida que su barrio también está en una comuna. No me gusta ese paisa vociferador, intolerante, violento y chovinista, que todavía insiste en el embeleco ese de Antioquia Federal.
Y, sobre todo, me molesta ese paisa que todavía enarbola su bandera de avispado y pasa por encima de los demás cada que le viene en gana. “Sé que mis derechos terminan donde empiezan los de los demás. Pero… ¿Es culpa mía que los derechos de los temas empiecen tan lejos?”, le pregunta Susanita a Mafalda. No me gustan esos paisas susanita.
Soy paisa, pero no lo ejerzo. La frase no es mía, pero me sirve.
Por eso no me sumo a las hordas de enfurecidos en contra del cura ese, el de Chiquinquirá (un pueblo con una iglesia con una batería de confesionarios incontables en una sola mirada) que le dio por incluir en su sermón, un par de prejuicios sobre los paisas repletos de moralina e ignorancia.
Y sin embargo, estaría bien que, de nuevo, esa verborrea desde el atril de aquel cura generalizador, sirviera de excusa para bajar ese retrato que escondimos en el zarzo, lleno de cicatrices y arrugas, ajado y feo, para reconocernos en él y dejar de sufrir por los lenguaraces y enfocarnos en pensar qué vamos a hacer para arreglar este “paraíso” tan maltratado y desigual.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/