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Llevo los últimos 12 años de mi vida dedicando buena parte de mi tiempo a la escritura de textos de no ficción como artículos académicos, documentos institucionales de entidades estatales, apuntes para dictar clase, columnas de opinión, entre otros. He tenido el privilegio de ser profesor universitario de ciencia política durante tres años y de corregir un buen número de ensayos y reseñas. También he podido codirigir y evaluar un par de tesis de pregrado y he sido par evaluador de algunos artículos sometidos a consideración en revistas académicas especializadas. “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”, tal como dice una maravillosa canción de Rubén Blades, pues cuando era más joven jamás se me pasó por la cabeza que mi vida iba a estar ligada a la escritura académica.

Esta experiencia, que no es mucha, aunque tampoco es poca, me ha enseñado varias cosas sobre el ejercicio de escribir, especialmente sobre la manera en que este se desarrolla en ámbitos como las universidades y el sector público en Colombia. Tal vez la más importante de estas es la existencia de una extendida suposición según la cual escribir y pensar son dos actividades diferentes, divididas por una especie de muro rígido que se yergue entre ellas.

“Pienso, luego escribo”. “Si pienso bien, escribo bien”. Expresiones como las anteriores podrían sintetizar dicha manera de percibir el oficio de escribir. Pero quienes asumen esto están gravemente equivocados, pues escribir y pensar no son acciones distintas y separadas. Por el contrario, escribir es pensar y, en consecuencia, para escribir bien no solamente hay que pensar bien, sino que para pensar bien hay que aprender a escribir bien.

Para escribir bien es necesario, por supuesto, tener buenas ideas. Y para tener buenas ideas es indispensable, claro está, pensar. Pero pensar, incluso logrando pensar en excelentes ideas, no basta para escribir bien. Pues para escribir algo decente, al menos entendible, es preciso ordenar las ideas, refinarlas, pulirlas, tomar conciencia sobre sus alcances y limitaciones, relacionarlas entre sí. Y esto no es, ni de lejos, un proceso que ocurra de manera automática cuando se empieza a escribir. Por el contrario, requiere de un esfuerzo y un trabajo inmensos. Es por ello que, como dice Mauricio García Villegas, “los buenos escritores, más que escribir, reescriben”.

Escribo – o, mejor aún, escribo y reescribo– esta columna pensando en que pronto volveré a enseñar en una universidad y en los retos que me esperan en dicha tarea. Y ahora que retomaré la docencia caigo en cuenta de que una de las labores más importantes de los profesores, tal vez incluso la más significativa, es transmitir a los estudiantes la idea de que la virtud de la paciencia es un elemento indispensable para escribir bien. “Del afán no queda sino el cansancio”, reza un famoso dicho. “Del afán al escribir no queda sino un texto mal escrito”, sintetiza bien lo que quiero decir.

Escribir no es un proceso lineal y progresivo. Es, más bien, un ejercicio de pensar y repensar con sus subidas y sus bajadas, con sus picos y sus fondos. La escritura y el pensamiento no son esferas separadas de nuestras facultades de razonamiento y expresión, pues la escritura es, por decirlo de alguna manera, la extensión escrita de la facultad de pensar. Es por ello, creo yo, que la impaciencia es la peor enemiga de la buena escritura y del buen pensamiento. Y es por lo mismo que la tarea más importante de los profesores es enseñar a los estudiantes a ser pacientes.

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