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El recuerdo de la condición corporal llega varias veces al día con una presión en la vejiga, una ondulación en el vientre y una urgencia común: ir al baño. A pesar de que la necesidad de la que hablo sea compartida por la humanidad entera, la manera en la que cada persona tramita sus reflejos excretores dice mucho del lugar que ocupa en la sociedad. Algunas se sientan en tronos y piensan que nada, ni siquiera su cuerpo, las obliga. Otras se ven forzadas a dejar sus miserias en la calle y a que su mortalidad se descubra sin que puedan sentir vergüenza.

En Medellín, la oferta de baños públicos es inexistente. No hablo de los sanitarios que los establecimientos comerciales ponen a disposición de sus clientes, sino de sanitarios públicos y gratuitos que estén a disposición de los y las ciudadanas en el espacio público. Lugares en donde las vendedoras informales puedan sentirse seguras y donde las personas que habitan en la calle puedan resolver sus necesidades con dignidad. 

Esta situación se ha advertido en medios de comunicación locales pero parece no hacer parte de las prioridades de la administración de Daniel Quintero, como tampoco lo son la descarada explotación sexual de niñas y mujeres y la contaminación auditiva que aturde a la ciudad. Es posible descubrir problemas ocultos a través del olfato: la fruta que se pudre detrás de una alacena se revela por su olor. Medellín huele mal y su fetidez delata la indolencia de quien la gobierna.

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