Los teóricos suelen agruparse en dos perspectivas principales sobre lo que entendemos por democracia. Unos prefieren definiciones minimalistas y procedimentales, poniendo el énfasis en que esta forma de gobierno permite elegir gobernantes de manera pacífica. Otros optan por el maximalismo, resaltando cuestiones como el acceso a la información, la igualdad de derechos y aspectos simbólicos como el origen del poder en las democracias.
Claude Lefort propone una definición filosófica de la democracia. Dice, de manera bella y acertada, que la democracia es un lugar vacío. Que la condición principal de esta forma de gobierno es que el poder no le pertenece realmente a nadie, pues quien lo tiene lo hace de manera transitoria y acotada. Contrario a lo que sucede en la monarquía o en la dictadura donde si hay un titular del poder.
Otros, como Adam Przeworski, Joseph Schumpeter e incluso Karl Popper, se concentran en establecer condiciones mínimas para que nadie permanezca demasiado tiempo en el poder. Popper, por ejemplo, afirmaba que la democracia “es el único sistema en el que los ciudadanos pueden deshacerse de sus gobiernos sin que se llegue a un derramamiento de sangre”. Sus palabras se chocan con la realidad de un país como Colombia donde el derramamiento de sangre y las reglas democráticas han coexistido. En el que, nada menos la semana pasada, se confirmó el asesinato del séptimo candidato presidencial de su historia. Pero eso es otra conversación, ¿o no?
En lo que sí coinciden las distintas definiciones —desde las más maximalistas, como la de Jürgen Habermas, hasta las más minimalistas, como la de Popper— es en que deben existir ideas y proyectos divergentes sujetos al escrutinio de la ciudadanía. La pluralidad de visiones del mundo es condición esencial de cualquier democracia. Sin alternativa al poder dominante no es posible hablar de ella. La posibilidad de que un gobierno sea reemplazado por otro —y ese otro implique también oposición ideológica— es decisiva para la democracia.
Por eso suena tan mal la declaración reciente de un candidato presidencial: “a la izquierda en Colombia hay que erradicarla y destriparla”. Su grito electorero nos recuerda otra desagradable y peligrosa afirmación del presidente de Argentina Javier Milei: “a los zurdos de mierda no les podés dar ni un milímetro, con esa mierda no se negocia”. Lo más desconcertante de la declaración de Abelardo de la Espriella es que, luego de la necesaria réplica del periodista Santiago Ángel en Tribuna RCN, dijo que pretendía “erradicar por la vía democrática un pensamiento”.
De la Espriella se equivoca. Erradicar un pensamiento político, eliminarlo, borrarlo no es posible en el marco de una democracia. Esta forma de gobierno, por principio, necesita de visiones antagónicas. No existen las democracias de posición única. Lo que sí se puede hacer — y esto lo menciona el precandidato tratando de matizar su destemplada frase luego de la interpelación de Ángel— es ganarles el poder, derrotarlos transitoriamente en ese lugar vacío que es la democracia.
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