Noviembre suele ser, para muchos, un mes de transición: dejamos atrás los disfraces de Halloween y empezamos a desempolvar las luces de Navidad. Pero este año, el panorama tiene un matiz distinto: el vencimiento de buena parte de los contratos de gas natural que estaban vigentes hasta ahora. Y como dice aquella canción de 2003, “lo que viene no está fácil”. Si la leyó cantando, usted es de los míos.
Antes de entrar en materia, vale la pena repasar algunos aspectos generales sobre el gas natural en Colombia para entender por qué el tema es tan complejo. El gas que consumimos pasa por varias etapas: producción o importación (esta última acompañada de procesos de licuefacción, transporte marítimo y regasificación), transporte por redes principales —que superan los 7.700 kilómetros—, distribución hacia los centros de consumo y, finalmente, comercialización, etapa encargada de la relación directa con los usuarios.
Ese es el recorrido del gas que llega a casi 12 millones de usuarios en 769 municipios, lo que representa más del 65 % de la población, en su mayoría (casi el 85 %) perteneciente a los estratos 1, 2 y 3. Además, el gas natural es una fuente clave para la industria y para las plantas térmicas que respaldan la generación eléctrica cuando la energía hidráulica no alcanza. En pocas palabras, lo que ocurra con el gas nos afecta a todos.
Por si fuera poco, la demanda de este combustible no ha dejado de crecer. Solo en 2024 se conectaron 413.000 nuevos usuarios, y el consumo nacional aumentó un 8 % respecto al año anterior. Sin embargo, ese mismo año Colombia perdió su independencia energética en gas natural, al verse obligada a importar de forma permanente para atender sectores distintos al de generación eléctrica. Esto marca un hito: durante más de 40 años, el país logró abastecer su demanda con producción nacional, gracias a campos como Ballenas y Jocol, en el norte, y Cusiana y Cupiagua, en el interior.
Hoy, la situación ha cambiado. En lo que va de 2025, el 15 % de la demanda nacional se cubre con gas importado, y se proyecta que para 2026 esa cifra supere el 26 %. Esto nos deja más expuestos a la volatilidad de los mercados internacionales y a la incertidumbre sobre la procedencia del combustible —que, en algunos casos, podría venir de países que emplean fracking—, tema que bien merece otra columna.
Esta nueva realidad ha tenido un efecto inevitable: el aumento del precio del gas natural. Mientras en 2020 el precio promedio anual rondaba los 4 USD, en 2025 supera los 10 USD, y todo indica que seguirá subiendo. Probablemente aún no lo notamos en la factura, porque los contratos con precios “bajos” siguen vigentes hasta el 30 de noviembre, pero más del 70 % de ellos no se renovará. En consecuencia, desde diciembre el precio empezará a reflejar estos incrementos —y continuará al alza en el corto plazo.
Es cierto que existen proyectos que buscan mejorar el panorama futuro, como el proyecto Sirius o las nuevas plantas de regasificación, incluida la del Pacífico. No obstante, son desarrollos que avanzan lentamente. Por ejemplo, Ecopetrol anunció que Sirius entrará en operación en 2030, y no en 2029 como se esperaba.
El 2026 será, entonces, un año clave: exigirá planes de largo plazo, decisiones oportunas, mayor confianza y un marco jurídico sólido que permita a todos los sectores trabajar juntos para enfrentar el desafío del gas natural. Mientras tanto, lo mejor que podemos hacer es ahorrar. Porque cada metro cúbico cuenta… y, a partir del 1 de diciembre, contará más.
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