Nada es tan democrático como el cuerpo, somos carne sostenida por huesos, creando espacio para que se llene de fluidos, sangre, agua; conectados en un alambrado de nervios y venas, compuestos por micro cositas que no sabemos ni el nombre. Adentro tenemos un montón de piezas perfectamente puestas en un orden funcional, que no podemos nombrar y que tampoco lo necesitan. 

Con este cuerpo nos levantamos y nos vamos a dormir. Ni el más inteligente o espiritual puede librarse de la carrocería. Unos andan por autopistas de 4 carriles, otros por trocha, otros lo tienen parqueado, pero todos nos transportamos, más o menos, igual. 

¿Pero le hemos dado la importancia? ¿Conocemos cómo funciona? ¿Lo usamos con consciencia? ¿Respetamos el cuerpo del otro? ¿Maximizamos su estética? ¿Minimizamos su sabiduría? 

El cuerpo es el territorio más sagrado de cada uno de nosotros los mortales. Es la casa, “la habitación propia”, el repositorio del pensamiento, la biblioteca de las emociones, la memoria de nuestra historia y, para mí, es también el lienzo donde voy escribiendo con tinta negra lo que no quiero olvidar. 

Las arrugas, las pecas del sol, las cicatrices, los huequitos de los cachetes son señales irrefutables del paso del tiempo, de las risas y de las lágrimas, lo mucho o poco que nos hemos expuesto al sol, es la muestra de nuestra capacidad de andar descalzos sin miedo o temor en la calle. Los cayos, las estrías, en síntesis, la piel, es el mapa para conocer historias, para saber la carretera adoquinada o asfaltada por la que andamos. 

Ponerle el cuerpo a la vida no es solo una metáfora. Es un hecho. Vivimos en cuerpo, pero a veces lo olvidamos y el verbo no se hace carne. Reivindicar el cuerpo es sobre todo comprender que de nada sirven las teorías, los cuentos, los discursos, las tesis o las hipótesis si no pasamos por el CUERO aquello que proclamamos. 

Ser feminista o declararse abiertamente liberal, escribir o hablar sobre libertad, deconstrucción, igualdad o cualquier reivindicación social y espiritual, no significa nada cuando aquello que se dice no se experimenta. La vida es en sí misma el laboratorio donde se pone a prueba todo, aquí no hay ensayos antes de salir al show, en el espectáculo estamos constantemente, el telón está arriba y el público afuera desde el día en que salimos del útero. 

Por eso hoy dudo de todos los que no ponen la piel en la calle, los que desde el burladero van dando cátedra al torero, los que no se despelucan mientras hablan de huracanes. Hacen tanto daño a los movimientos políticos e íntimos, como el feminismo, esas o esos que en nombre de lo que reivindican, hacen todo lo contrario con sus cuerpos, los que sacan dagas en declaraciones de paz. 

Encuerarse es justo eso, ponernos en evidencia, desnudarnos, dejar las ropas solapadas que ocultan lo que realmente somos. El feminismo llevado como camiseta de temporada es un ocultamiento malicioso, que hace daño porque engaña a la ingenua transeúnte que se acerca al letrero sin prevenciones con su piel expuesta y que no espera ser masacrada por patriarcas encubiertos. 

Con razón en el paraíso el castigo para Adán y Eva fue vestirse. Es una pena tener que cubrir con ropajes nuestra naturaleza. Sería, sin duda, más fácil relacionarnos si supiéramos con quién estamos hablando, cuáles son sus intenciones, qué le atraviesa el pensamiento, qué hace cuando está sola, cuál es el diálogo íntimo con su almohada. 

Mientras no estemos desnudos debemos protegernos más, ser curadores profesionales de discursos, guardianes de nuestro cuerpo. Es una lástima, pero los ropajes a veces se confunden con la piel y debemos volvernos menos ingenuos. Pero, aun cuando el mundo no cambie a la velocidad que esperamos, la única reivindicación individual es no dejar de mostrar quiénes somos de forma auténtica, que no nos quiten la esperanza esos que no han hecho carne el verbo. “El mundo tuvo que ser desencantando para ser dominado”, me decía una buena amiga. Y tiene razón. Si nos quitan el encanto de aquello en lo que creemos, nos lo quitaron todo. 

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