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Antes tenía miedo de abrazar esa parte de mí que es diferente. Pensaba que la forma correcta de asumirla era ignorándola, ignorando las preguntas y las miradas y cualquier referencia a ella, sonriendo todo el tiempo aunque quisiera llorar cuando me sentía observada o invadida por inquietudes y comentarios que no sabía asimilar, pensando que mi verdadera fuerza estaba en convencer a todos de que esa diferencia era mínima, minúscula, que no importaba para nada y que no afectaba mi vida. Los humanos tenemos una forma muy curiosa de relacionarnos con aquello que no entendemos. Nos gusta, como todo, simplificarlo para que no nos cueste trabajo comprenderlo en su verdadera dimensión. La enfermedad, la muerte, la diferencia, todo cuanto nos obliga a movernos aunque sea un centímetro de nuestra zona de confort, preferimos desdibujarlo o maquillarlo para que, al menos, nos suene bonito. Por eso, yo crecí rodeada de esas frases de cajón tipo “tú eres igual a todo el mundo”, “tú haces las cosas como todo el mundo”, “tú eres una tesa porque puedes con todo”, “es que los incapaces somos nosotros, definitivamente”. Y sí, durante muchos años me pareció más cómodo establecerme en esa orilla, asentir con total naturalidad y hacer de cuenta que no había diferencia evidente, o que esa diferencia no valía la pena mencionarla.
Pero un día entendí́ que mi diferencia no está solo en mi cuerpo, sino en mi corazón. Por pura coincidencia, un día encontré un artículo que hablaba sobre el síndrome que me hace diferente y del cual muchos parecen estar más interesados que yo, y me sorprendió leer que la afectación más común de este carisellazo genético está en el corazón, y que muchos pasan su vida entera sin ser diagnosticados. Lo más interesante fue encontrar que los brazos y el corazón están profundamente conectados, se encuentran casi alineados en el mismo eje y forman una especie de tripartita imperfecta porque al corazón le dio la gana de recostarse más hacia la izquierda. Se perciben mutuamente y nos envían señales en conjunto, quizás por eso es un síntoma común en los infartos que el brazo izquierdo se encalambre y duela, como también es común que nos tiemblen las manos cuando estamos estresados o nerviosos. Esa particularidad de mi condición genética me hizo comprender que mi corazón también es diferente, como mis manos, y me hace sentir y pensar diferente, entender diferente y amar diferente. Soy diferente, no porque mis manos sean diferentes, sino porque mi corazón es un reflejo de mis manos, y a su vez es un reflejo de mi ser, y en conjunto forman esto que a veces se contradice y llora y ríe y no se entiende porque aún no termina de conocerse. Esa es mi diferencia, la que llevo por dentro del pecho, detrás de esa cicatriz en forma de espina de pescado que antes odiaba y ahora decoro con glitter cuando la voy a mostrar. Abrazo esa diferencia y hablo de ella, porque es mía, porque es lo que soy, porque ya no quiero convencer a nadie.
Recuerdo esas frases negacionistas que me obligaban a vivir en un piloto automático, y me digo: sí, sí tengo una diferencia, sí me define en todo lo que hago, pienso y siento, no me hace “una tesa”, pero sí me concede un lugar privilegiado en las filas y los aeropuertos, no hago las cosas como todo el mundo, y hoy, antes que avergonzarme, supone el mejor reto de mi vida, porque en un mundo blanco y negro, yo decidí ser arcoíris. Decidí habitar mi cuerpo desde esa dimensión multicolor, honrando lo que soy y no llevando una vida de eterno camuflaje en lo que nunca voy a ser. Decidí no ser “todo el mundo”.