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En el colegio no había muchas Salomés, por eso los profesores nunca se equivocaban de nombre en las primeras clases; luego se acordaban de quién era quién. Aún le preguntan a mi hermanito por mí, y todavía mantengo contacto con mis profesores de física, inglés, español. En mi familia no solo soy la única sobrina, sino la única nieta, entonces todos estaban pendientes de mí todo el tiempo. Siempre tuve ojos encima todo el tiempo, pero la primera vez que realmente viví como una persona anónima, una persona más, fue cuando me vine a vivir a Europa.
Hay 50 mil estudiantes en mi universidad, y en la ciudad hay 500 mil. Claro, no es tan grande como Medellín con sus millones, pero la diferencia está en la cultura. Donde crecí, no solo siempre sentía que había ojos sobre mí, sino que sentía que todos los ojos, incluso los desconocidos, podían observarme. Eventualmente, fulanito le cuenta a fulanita, fulanita le cuenta a los papás, los papás llaman a mi mamá. Entonces eventualmente siempre se sabía si había hecho algo malo, si había sido grosera. No entendía cómo, pero todo le llegaba a mi mamá. En cambio, en Edimburgo nadie mira más allá del suelo en el que van a dar su próximo paso.
Nadie mira más allá de sus celulares, de sus computadores, de sus notas, de sus redes sociales. Aquí no hay manera de que todos sepan lo de todos porque nadie observa, entonces, tuve que acostumbrarme a la idea, por más egocéntrico que suene, a que realmente soy una persona más en este mundo. Pero mi pregunta es, ¿quién quiero ser cuando nadie me mira?
Es como en los aviones, cuando uno es una entre 300 personas sentadas en el mismo bloque de metal con alas. Auxiliares de vuelo revolotean por los pasillos, mirando si tenemos puestos los cinturones, que no tengamos la silla reclinada, que no tengamos la mesita abajo. Pero no miran mucho más allá, y si lo hacen, no preguntan. Siguen con su trabajo aunque alguien tenga los ojos colorados de llorar o aunque alguien tenga la sonrisa de un viaje soñado plasmada en la cara; siguen por los pasillos sin cuidado, porque uno es uno más. Uno es anónimo.
Caí en cuenta recientemente que bajo esa sombra, en la excusa del anonimato, por el ser nadie, hay muchas cosas que puedo hacer sin mayores repercusiones. Nadie me va a regañar ni juzgar si no ayudo a alguien que lo necesita, si se me cae una papita al suelo y me la como. Nadie me va a decir nada si no recojo a un cachorro de la basura después de verlo envuelto en una bolsa plástica, ni me van a reclamar por comer chicle y pegarlo debajo de la silla del parque.
Nosotros somos lo que hacemos cuando nadie nos ve. Cuando no tenemos por qué ayudar pero lo hacemos, cuando no tenemos por qué parar y recogerle la billetera al señor que va de afán. Es por eso que me alarma la cantidad de personas que utilizan ese disfraz, esa sombra, para hacer el mal. O, simplemente, para no hacer algo bueno aun teniendo la oportunidad.
A Diana Carolina Serna la mataron después de perseguirla con un machete por las calles de su ciudad. No caeré en amarillismos tan dañinos como los que he visto en los titulares, pero la realidad es que corrió por su vida durante varios minutos, pidiendo auxilio a quienes se encontraba en el camino, y nadie hizo nada. Gente sin cara ni nombre; solo ellos saben lo que pudieron haber prevenido si hubieran marcado 123 en el teclado de los celulares, gritado, tirado el carro hacia la acera para bloquear el paso, o alertado a personal de seguridad privada de la zona.
Esto pasó esta semana en Colombia, pero me recuerda lo que pasó en Estados Unidos en el 2021. En Philadelphia, un hombre se sentó al lado de una mujer a las 10 de la noche, y pese a su llanto, sus súplicas, y las personas a su alrededor, el hombre pudo desvestir a la mujer y violarla. En un tren lleno de gente sin caras y sin nombres, solo ellos saben lo que pudieron haber prevenido por acomodarse en la sombra del anonimato. Fueron ocho minutos en los que nadie llamó a la policía, nadie intervino, y en los que al parecer algunos hasta grabaron lo que sucedía con las cámaras de sus celulares.
Mi mamá me enseñó que yo debo poner mi seguridad primero, antes que nada. Pero me gusta pensar que, si veo que algo así está sucediendo, podría hacer algo, lo que sea. Porque mi mamá también me enseñó a gritar cuando algo no anda bien, a correr y buscar ayuda, a llamar a la policía, a buscar a alguien más fuerte, más valiente que yo. Me gusta pensar que yo sí intervendría porque también me gusta pensar que vivimos en un mundo en el que, si algo así me pasa a mí, alguien también lo haría por mí. O peor, si algo así le pasa a mi hermano, a mi mamá, o a mi papá, también lo harían por ellos. Porque me gusta pensar que la gente es lo que hace cuando no es nadie, y que la gente es buena.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/