Después del encierro y el aislamiento físico y social que significó la pandemia del COVID-19, en el que las reuniones sociales y familiares eran potencialmente peligrosas y las fiestas eran vistas como un acto de irresponsabilidad, inconciencia y hasta inmoralidad, llegó diciembre con todo su color y alegría, la apertura de conciertos y grandes eventos, y la posibilidad de volver a encontrarnos gracias a que la humanidad, a través de a la cooperación, la ciencia y el desarrollo, ha esparcido miles de millones de vacunas por todo el mundo. Aunque aún persiste la zozobra de un peligroso virus que sigue circulando entre nosotros, la vida parece retomar el rumbo que tenía antes. Con este, también la posibilidad del encuentro, la sociabilidad y la fiesta. 

Habrá quienes digan que este es un asunto menor. Que otras necesidades apremian en el que pareciera, ser el ocaso de una pandemia. Y claro que las hay, pero en esta ocasión quiero hacer una defensa de la fiesta como una expresión del espíritu comunitario de la humanidad. Todo esto, más allá de quienes aún pontifican en contra de ella. 

Y es que la fiesta -todo tipo de fiesta- no es sólo una expresión del hedonismo egoísta. La fiesta tiene funciones sociales más inusitadas. Es la afirmación de un grupo, de una identidad: el encuentro de personas con gustos similares y códigos compartidos. Es el momento de la licencia: el desfogue de lo no permitido, el rechazo de lo cotidiano. La oportunidad de un mundo encantado: en el que tiempo sea otro tiempo y las personas tengan la oportunidad de representarse de formas que no son en su día a día. Una liberación de la carga que nos impone el tiempo y razón. 

Siguiendo a Octavio Paz, “a través de la fiesta la sociedad se libera de las normas que se ha impuesto. Se burla de sus dioses, de sus principios y sus lechos: se niega así misma en tanto conjunto orgánico de normas y principios, pero se afirma en cuanto fuente de energía y creación” 

La fiesta, concluye Paz, es un hecho social basado, principalmente, en la participación activa y vigorosa de sus asistentes. Y es ahí donde reside su poder y su importancia. El aislamiento que nos obligó la pandemia del Covid-19 nos recordó el valor que esta ha tenido en nuestras vidas. El compartir con nuestros seres queridos, el reírnos, gritar, saltar, mover el cuerpo al ritmo de la música, sentir la energía y calor de una masa de personas que se sincronizan en una misma vibración, sentimiento y momento. La fiesta es fuente colectiva de energía, vitalidad y salud. 

Llega diciembre y como es costumbre en nuestra cultura, todos los días son días son de fiesta: el ambiente, la música, los paisajes y hasta la comida se disponen para estas festividades. El aislamiento social se convierte en una contradicción que, en grandes o pequeñas medidas, estamos dispuestos a irrespetar. Hoy, que aun no hemos superado la pandemia Covid-19 y que la responsabilidad del cuidado de nosotros y los nuestros sigue siendo una prioridad, invito a no demeritar la importancia de la fiesta, del encuentro y la sociabilidad como esencia de nuestra naturaleza humana. En la medida que sea posible. ¡Qué viva la fiesta! 

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