Jamás he hecho resoluciones de año nuevo. La mayoría de los treinta y unos de diciembre me siento feliz, plena, y espero que el año que viene me sienta de esa manera la mayoría de los días. Tampoco ayuda que mi familia no celebre en lo absoluto. Mis papás normalmente se duermen a las diez de la noche, y se quejan al otro día por toda la pólvora que tiraron los vecinos, y los globos que cayeron en los techos de hogares, empresas, o fincas. Este último diciembre no fue diferente. Me sentía inmensamente feliz del año que acababa de transcurrir, y la única razón por la que me quedé despierta hasta después de las 12 fue porque no estaba con mis papás. A ellos les deseé un feliz 2022 a las nueve de la noche.
Aunque la mayoría de los años nuevos quiero quedarme en ese instante de felicidad, de retrospección, de amor infinito hacia mi familia y amigos, el 2021 fue el año en el que más cambios afronté. El año en el que más emociones experimenté, en el que me sentí más feliz pero también más triste. Fue el año que puso en duda mi habilidad, que creía incuestionable desde que comenzó la pandemia, a adaptarme a las circunstancias cambiantes de la vida. El treinta y uno de diciembre del 2021 pensé en la Salomé que había recibido el año nuevo 365 días antes. Me acordé de una Salomé en el colegio, sin haber siquiera empezado el proyecto de grado, sin saber a dónde se iba a ir a estudiar la universidad, pero con la certeza de que se largaría de Colombia. Me topé con una Salomé que no conocía aún a las personas que más iba a amar en el próximo año. No tenía idea de las responsabilidades que conlleva vivir en otro país, y que la solución a la soledad no es huir. También me acordé de la Salomé que decía que no le daría tristeza irse de la casa, y que estaría feliz todo el tiempo a donde fuera que se mudara, con tal de que fuera en otro lugar, lejos de Medellín.
En fin, todos sabemos que el cambio significa aprendizaje. Pero algunos, reacios como yo, ahora temen al cambio. Por mucho tiempo quise cambiar de ambiente, de amigos, de ciudad, de país, de preocupaciones, de responsabilidades. Por mucho tiempo añoré un cambio idealizado, un cambio imposible. Y luego, una vez había caído en cuenta de tan peligrosa idealización, comencé a ver el valor del presente a mi alrededor. Me enamoré de mi vida como estaba, así, en Medellín, en el colegio, los lunes y los viernes por igual. Me enamoré de la naturaleza colombiana, esa misma que había dado por sentado tantas veces. Noté las montañas que abrazan al Valle del Aburrá, la facilidad con la que podemos conocer nuestro país a diferencia de décadas pasadas. La accesibilidad que tenemos a alimentos que en otras partes del mundo son un lujo. Y por supuesto, vi la belleza de mi familia, por más errores que cometiéramos o peleas que tuviéramos. Allí fue donde comencé a temerle al cambio. Quería que las cosas se quedaran tal y como estaban, ya que pensaba que mi felicidad también sería estática, inamovible. Y luego, me fui a ese sueño que había cultivado desde niña, a vivir esas experiencias que pensé que me harían completamente feliz. Y no lo fui. Me hacía falta toda esa riqueza que recién había descubierto a los 18 años. Quería regresar, al costo que fuera, y en los meses que pensé que tendría que pasar diciembre lejos de mi hogar a causa del COVID, fueron un martirio psicológico que jamás había experimentado. La Salomé del 2020 hubiera dado lo que fuera por estar donde estaba en el 2021, y aún así, quería regresar en el tiempo, a decirme que no era como me lo había soñado, o en avión a mi país para vivir esa felicidad estática que no estaba lista para reemplazar.
Entonces sí, el año en el que más tristeza y soledad he sentido también ha sido el año en el que más feliz he estado. El año que me transformó también me regaló amigos nuevos, experiencias nuevas, oportunidades y me dio por fin la apreciación infinita, el amor, al cambio. No deja de ser desgarrador, no deja de sorprenderme, no deja de cuestionarme, pero ahora, luego de añorarlo, y luego de también tenerle miedo, quiero recibirlo con los brazos abiertos. Comienzo esta columna un martes después del Puente de Reyes, aún sin resoluciones de fin de año, pero a unos cuantos días de irme de regreso a la universidad. Regresaré en cinco meses a Colombia, se supone. Pero claro, todos esos planes que tengo ahora pueden cambiar.