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Se convirtió en insulto. En las pasadas elecciones presidenciales y un poquito antes, “el tibio” era la persona, fuera ciudadano de a pie o político, que no tomaba posiciones, que se revelaba neutral en las discusiones más álgidas, que respondía las preguntas complejas con evasivas referencias al contexto o la importancia de las circunstancias. Y a la gente, o ese les repetían a todos los influenciadores y los consultores políticos, le gusta las posiciones fuertes. Definidas. Sin matices ni aclaraciones.

Pero no solo ocurre en momentos electorales. Todavía en redes sociales, debates de la opinión pública e incluso en conversaciones familiares los llamados al contexto y los puntos medios se revelan como tibieza -en el sentido de insulto, por supuesto-. La calentura por otro lado despierta la evidente admiración de las cabezas calientes. Personas y políticos determinados, claros, inamovibles. “Que sepan lo quieren” piden algunas personas “que no cambien de opinión”. Exigen certezas absolutas en algo tan incierto como los asuntos públicos y en ese sentido, condenan a sus políticos a fallar o se condenan ellos mismos a decepcionarse.

Porque la tibieza -la que no es insulto- es una aptitud de la moderación. Y la moderación no es otra cosa que el reconocimiento de la duda propia. Los moderados no pueden ofrecer tantas certezas, pero quizá puedan llegar a mejores razones y dado el caso, adaptarse frente a posibilidades más pertinentes, más razonables. La resolución de los problemas colectivos suele ser un terreno que pide moderación por la naturaleza compleja, cambiante y perversa de las cosas que enfrenta. En territorios que se resienten con las fórmulas mágicas y las recetas, la duda sobre las propias certezas es la única opción de llegar a soluciones razonablemente efectivas.

La tibieza también suele ser paciente. Señala las dificultades de lograr cosas complejas y pondera los recursos con los que contamos para alcanzarlas. Las cabezas calientes piden resultados inmediatos, cambios radicales, revoluciones; la tibieza reconoce que los cambios importantes suelen tomar tiempo, que la labor del reformador es más frustrante y lenta que las arengas y promesas vacías del revolucionario, o la negativa explícita y el temor del reaccionario. La tibieza pide tiempo. Frustrante, obviamente, pero casi siempre necesario. Vive en el descontento actual cuando los demás solo lo postergan, por eso le queda difícil ganar elecciones y ser popular frente a las alternativas efectistas.

Finalmente, la tibieza no tiene por qué ser ausencia de convicción. Tampoco una disposición de tener a todo el mundo contento. La tibieza reformista también quiere cambios, los ve necesarios y no menos urgentes, pero es capaz de dudar de sus propias convicciones cuando otros no ceden ni un centímetro en sus certezas. Hay una flexibilidad natural que la hace más sensata y de nuevo, frente a la complejidad que enfrentamos para logar vivir bien juntos, absolutamente necesaria.

Por eso no debería ser insulto. Si acaso, un descriptor.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/

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