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Desde pequeña me han estresado los dobleces en la ropa, odio cuando tengo algo puesto y se arruga con el cinturón del carro o porque alguien me dio un abrazo. Antes no era capaz de leer un libro si su portada tenía algún defecto, tampoco si estaba usado con anterioridad. Si me ponían una tarea y al imprimirla se me arrugaba o rayaba con lapicero no tenía más opción que botarla y repetirla una y otra vez.  La plancha generalmente está en mi cuarto y aunque no soy la mejor dándole uso, me da algo de paz mental. Es un placebo a ese malestar que me generan ciertas cosas en puntual y al que hace poco le di una forma y un nombre: Trastorno Obsesivo Compulsivo.

Es poder decir que tengo una obsesión irracional con que todo siga mi forma de ver el mundo y que cuando una sola cosa se sale de mi control el resto se paralizará. Desproporcional como es la necesidad constante de comer a horas puntuales, el estrés profundo y punzante de tener simetría en todo lo que me rodea, seguir una rutina estricta y pensar constantemente en sí me he lavado las manos o no. Se extiende como una masa, se estira y toca todas las esferas que me componen como persona, al caminar llevo la cuenta de mis pasos y cargo con un celular falso en el bolso en el caso de me quieran robar; si estoy estresada empiezo a arrancarme una a una las pestañas y soy capaz de al estar dormida, rascar mi piel hasta sacarme sangre.

Nunca tuve la oportunidad de escoger mis manías pero cuando llegaron a mí no me las negué, las adopté con el pasar de los años como salvavidas de lo cotidiano, sal y pimienta que hacen que un día de veinticuatro horas dure muchísimo más. Crecí pensando que lo normal era que todos, por ejemplo, experimentaran rituales diarios porque sin ellos existir se vuelve imposible, que tienen cucharas favoritas y se estresan si alguien no les responde el teléfono pronto. Uno de mis grandes golpes con la realidad fue relacionado a eso, el asumir que la mente de las personas siempre se iba hasta los peores escenarios, donde todos siempre están preparados para que suceda lo peor como yo, me alienó de las verdaderas interacciones humanas: el actuar sin planear cada acción y palabra, el sentir emociones sin miedo a que ellas mismas más adelante sean causantes de mi propio daño, el ser espontánea y existir sin miedo a todas las posibles consecuencias.

Estar vivo es una fuente de peligro constante y el control sacia mi falsa necesidad de seguridad física y emocional, como si lavarme las manos diecisiete veces al día me protegiera de morir y el ser siempre la amiga que cede y complace me escudara de quedarme sola. Al final del día no tengo evidencia empírica de que mis obsesiones están logrando mi cometido, pero sí que gracias a las pastillas de la psiquiatra poco a poco la masa para de estirarse, y que si bien hay cosas que aún no paro de hacer (que son la mayoría) la angustia que su ausencia me genera disminuye poco a poco, como la cantidad de pestañas que tengo y el tamaño de mis irracionales miedos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/mariana-mora/

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