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El sistema que nos asusta

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Desde la época de la Guerra fría, Estados Unidos nos ha tratado como su “patio trasero.” Especialmente a Colombia, país históricamente anti-comunista y godo, nos ha exigido cual sirviente las políticas que debemos aprobar, las posturas que debemos adoptar, cómo usar nuestros recursos naturales, y qué tipo de fuerza pública debemos tener para darle frente a la delincuencia, el narcotráfico, las guerrillas. Empezó esta influencia, pues, en los años sesenta, y sigue tan vigente como nunca. ¿Les suena lo que sucede en Gorgona?

Desde la época de la conquista también hemos sido el patio trasero de Europa. Se ha demostrado que para el primer viaje de Colón hubo reclutamiento de criminales, llevándoselos como parte de la tripulación. En las tres famosas carabelas, la Pinta, la Niña y la Santa María, abordaron en su mayoría, delincuentes y no “insignes marineros.” Y luego, se estima que un tercio de quienes llegaban a las costas americanas habían cometido delitos en España.

Entonces hemos sido el destino predilecto desde ya hace muchos años para la exportación, tanto premeditada como accidental, de ideologías y delincuentes. Y hoy esto se ve en Medellín mejor que nunca.

Nos molestó la migración venezolana, les recibimos con rabia como si hubieran tenido la culpa del desastre que generó Chávez, como si no hubiéramos sido el mismo país, como si nuestro libertador no fuese Bolívar. Pero rara vez hablábamos de la migración estadounidense, de los gringos, hasta que los arriendos subieron. No lo duden, es un proceso altamente racializado; por mucho que tengamos la misma procedencia que Venezuela, por mucho que hayamos gozado del negocio del petróleo, les vemos como inferiores, y al gringo como superior. 

Esto tiene sus razones históricas, pero también su explicación contemporánea. Me acuerdo cuando mi familia me hablaba de Estados Unidos, la mal llamada “tierra de la libertad,” lo mucho que me brillaban los ojos al pensar que algún día podría viajar allí. En el colegio cantábamos su himno después del colombiano, lo que veíamos en la televisión era grabado en California o en Nueva York, y el saber hablar inglés significaba que ya teníamos media vida resuelta. Yo tenía tantas ganas de ser gringa que antes de aprenderlo, me inventaba el inglés, imitando los sonidos de la erre redonda y la ele atrás en el paladar.

No sé por qué nos demoramos tanto en alarmarnos por la situación de explotación sexual en Colombia. Claro, desde hace muchos años hay stickers pegados en los vidrios de restaurantes y discotecas diciendo “No to sex tourism,” pero tardamos años, quizás décadas, en entender que lo que vienen a hacer aquí los delincuentes no es ningún turismo.

Nos pasamos la vida haciéndonos los de la vista gorda cuando cada que salimos al Lleras o a Provenza vemos a niñas de diez años o menos bailando al son de la música de una grabadora, hablando con hombres que las triplican en edad. Y bien sabemos que muchas son indígenas, en situación de abandono o de violencia intrafamiliar, pero no nos molesta lo suficiente. Entonces, también somos nosotros los perpetradores y facilitadores de estas explotaciones, incluso ahora cuando demonizamos únicamente a los extranjeros sabiendo bien que nuestros compatriotas son capaces de hacer cosas iguales,  ¿o es que Yuliana Samboní no fue suficiente? Es fácil radicalizar el asunto sin ahondar en por qué Medellín es un paraíso para pedófilos, sin importar la nacionalidad.

Al gringo no lo judicializaron porque no lo cogieron “en flagrancia,” como si el tener a dos menores de edad en una habitación de un hotel no fuera lo suficientemente grave. Como si los condones usados y los restos de tusi que encontraron tampoco fueran suficiente. Como por su misma condición de gringo, de blanco, de poseedor de oportunidades y dinero. De superior.

Entonces, lo que pasó con el gringo pedófilo sugiere varios niveles de análisis. Primero está el del turismo. ¿Cómo hemos permitido que desde hace décadas hagan y deshagan en Medellín? Segundo, está el análisis racial. Se nos ha dicho tantas veces que somos y tenemos menos que los extranjeros, que nos lo terminamos creyendo. Por supuesto, hasta este concepto de la raza no es nuestro sino gringo, porque para ellos la que no sea blanca y nacida en Estados Unidos es una persona de color.

Tercero, está el análisis de género. Algunas fuentes han asegurado que una de las víctimas era una persona de identidad de género diversa, lo cual por supuesto nos debería hacer preguntar cómo vive la comunidad LGBTIQ+ la problemática de la explotación sexual. Bien sabemos que las personas con identidad sexual y de género diversas viven los conflictos y las violencias de manera diferente, y son victimizados de acuerdo a su identidad. Pero además, esto también nos debería hacer cuestionar qué está pasando con las niñas en Medellín.

Las víctimas de abuso sexual son niños y niñas, mujeres y hombres, pero sabemos que en su mayoría son niñas y mujeres. Ya he escrito antes columnas sobre la cultura paisa de la sexualización, entonces dejaré este punto para su investigación, reflexión y análisis. Aun así, me pregunto, ¿qué estamos haciendo no solo para combatir lo que sucede, sino para prevenirlo? Porque el alcalde tuvo varios años de críticas a la alcaldía pasada, desde eso se sabía el problema tan hondo que presenta, y aún así no se ha anunciado un programa integral para la prevención de delitos sexuales en contra de las niñas y las mujeres. Todo esto hace parte de una macroestructura que nos acobija, nos arropa en la situación que vivimos hoy. Nada es casualidad, sino una combinación de factores que han llevado a que Medellín sea, como escribí hace un par de semanas, terreno de caza para los abusadores.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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