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Cuando era una bebé, no me podía dormir sin antes ver el video de MTV Unplugged de KISS. Y si no era ese, era otro en el que los integrantes de la banda sí aparecían con sus caras pintadas. Les tenía pánico, pero aunque temblara o apretara mis puños por el miedo, cuando la mamá me ofrecía apagar el televisor, sacudía la cabeza. Y mi papá se reía al ver que a su niña de un año le gustaba más KISS que a él.
Mi mamá, que en ese momento tenía un par de años más de los que yo tengo ahora, me armó dos álbumes en los que hay fotos de mis primeros tres años de vida. Los veo de vez en cuando, observando cómo mi pelo dorado se encrespaba en las puntas; como si, literalmente, fuera una mezcla entre mi papá y mi mamá. Con el color de él y los crespos rabiosos de ella. Y con el pasar de los meses también me fueron cambiando los ojos, que inicialmente eran oscuros, luego azules, y finalmente, verdes. Ver como cambié y como permanecí igual en esos primeros años siempre me ha fascinado.
Debajo de cada foto, la mamá escribió descripciones con su letra perfectamente redonda, completamente opuesta a la del papá. Debajo de una de mis favoritas, en la que estoy llorando mientras tengo puesto un tutú rosado, la mamá escribió Pica! y me acuerdo todavía de la furia que sentí después de que mis papás me vistieran con semejante cosa tan horrible. En otra, tengo puestos los tacones de la mamá, blancos y negros, una gorra y la camiseta del Nacional del papá, unas bermudas, y unas gafas de sol. La mamá escribió Con los tacones de la mamá.
Mi color favorito era el rosado, me encantaba bailar, en cada reunión familiar sentaba a los abuelos en la sala de la casa para cantarles, y me soñaba el día en el que mi pie por fin encajara en los tacones de la mamá. No entendía mucho de feminidad ni de masculinidad, pero sabía que quería ser como mis dos amores, al mismo tiempo. Quería montar en moto y jugar fútbol como el papá, pero también quería ponerme vestidos y maquillarme como la mamá.
Tenía nueve años cuando decidí que mi color favorito era el negro porque tenía que ser una niña “diferente”. Y aunque me gustara más el verde, el amarillo, o el naranja, no le decía a nadie. Seguí inventándome canciones, pero cada vez se las mostraba menos al papá que con emoción siempre me quería escuchar tocando mi guitarra. Paré de ponerme vestidos, de usar ropa rosada, y entendí la debilidad que suponía gustar de lo femenino. No entiendo cómo, pero a los diez años ya veía a la feminidad como indeseada, muy por debajo de la masculinidad.
Me siguen diciendo que soy muy masculina. Mi mamá hace poco me dijo que el hablar tanto, el ser tan extrovertida, y la rebeldía con la que he cargado toda la vida me hacen una persona con energía masculina muy definida. Y aunque no sé si creo en esa hipótesis que me han repetido chamanes, astrólogas y maestras de yoga, fue hace muy poco que empecé a conciliarme con lo que en realidad disfruto, quien verdaderamente soy.
El proceso de interrogar los sistemas patriarcales a mi alrededor me llevó, por fin, a cuestionar el por qué me humillaba ser considerada femenina. Porque cuando empezamos cuestionando lo de afuera, eventualmente también terminamos cuestionando lo de adentro. Entonces, me pregunté, ¿por qué paraste de usar faldas? ¿Por qué paraste de cantar, o de jugar a la cocinita, o de pintar? O mejor aún, ¿por qué paraste de hacer todo eso mientras otros te veían, pero lo seguías haciendo a puerta cerrada?
No es casualidad que estas preguntas hayan surgido casi al mismo tiempo que la película de Barbie, la gira de Karol G, la emancipación musical de Taylor Swift, o mi mudanza a un país en el que a la gente no le importa lo que hace el otro. Tampoco es casualidad que haya esperado varios meses para escribir esto después de llegar a una conclusión, porque por fin puedo explicarles, lectores de No Apto, cómo fue que rescaté mi feminidad.
La feminidad la veía como un problema porque me dijeron que, por ser asertiva, por hablar duro, o por tomar decisiones sobre mi cuerpo (o sobre cualquier cosa), era masculina. Para ser tomada en serio, entonces, cambié los vestidos por pantalones, porque en la analogía de quien lleva los pantalones, quería ser yo quien los usara. Pero tampoco ser “marimacha” pues, pensé en el momento. Entonces seguí usando aretas, me puse tacones cuando los papás me dejaron, e intenté convencerme de que yo era diferente al resto de las niñas. Estaba muy equivocada.
Porque me gustaba KISS, sabía manejar carro mecánico, odiaba el labial rojo, pero paraba a observar las mariposas que se posaban en mi ventana, escribía poemas en la última página de los cuadernos, y me pintaba las uñas. Entonces, ¿cómo es que todas estas cosas eran debilidades por el ser “femeninas? ¿Qué es lo femenino?
Lo femenino es lo que nos han dicho que es femenino. Me dijeron que ser detallista, saber cocinar, ser empática, y ser cuidadora son cualidades femeninas. Y también me han dicho que lo femenino es menos, deseable únicamente si quiero un papel secundario en la historia. Entonces, me propuse volver a mí. A lo que soy, lo que siempre he sido, para poder llegar a lo que quiero ser. Y si eso es rescatar la feminidad que oculté, pues que así sea. Porque no me quita lo resiliente, asertiva, ni trabajadora. Ni a mí, ni a nadie.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/