Escuchar artículo
|
Yo tengo una historia de película, pero de película de esas que juega con lo absurdo como las de Woody Allen. Por eso es también una llena de simbología y belleza, y eso que pudo haber sido una tragedia peor de la que fue. Estaba en noveno y mis papeles como el culebrero y Pedro Infante me habían hecho pensar que algún día podía ser actor. Clavijo, el profesor de español obsesionado con el Quijote, dijo un día que debíamos montar una obra basada en las aventuras del Ingenioso Hidalgo. Convocó a un Sancho que había tenido una participación estelar en el acto cívico de 2003 con su interpretación de En la diestra de Dios Padre, y me dijo que mi aclamado papel del culebrero Ever Eduardo Pulgarín debía transcender a nuevos horizontes. El reto era que nuestra adaptación del Quijote fuera la obra inaugural del festival intercolegiado de teatro que soñaba crear aquel profesor que nos contó quién era Fernando González Ochoa.
La obra fue un éxito. Tuvimos como seis funciones en el colegio y casi que se la presentamos a todos los grados. Pero el festival intercolegiado no se concretaba, y nuestro director profesor andaba inquieto por conseguirnos más escenarios. Fuimos a un colegio femenino cercano, pero a las monjas no les gustó la idea de que dos muchachitos llegaran a hacer una obra en sus instalaciones. «Es mejor evitar malentendidos», dijeron. Frustrado con el festival que nunca fue, Clavijo tuvo una idea iconoclasta. Debíamos romper las fronteras del teatro y aventurarnos a la televisión. El colegio había hecho una excesiva inversión para poner televisores en cada salón de clases de modo que los directivos pudieran dar instrucciones y mensajes institucionales. Era nuestra oportunidad, pensó el profesor. Debíamos grabar la obra para que se transmitiera por ahí.
Como íbamos a salir por televisión nuestras exigencias de escenografía y arte eran más grandes. Por eso consiguió un caballo prestado para que hiciera las veces de Rocinante. El escenario elegido fue el jardín central del colegio, famoso por el algarrobo de 15 metros que tenía incrustado. En sus raíces nos hicimos Sancho, el Caballo y yo para iniciar la filmación. El día estaba encendido, pero unas nubes amenazaban con apagarlo. Cuando estábamos a punto de iniciar, con la cámara ubicada, y Don Quijote (o sea, yo) por subirse al caballo izando una espada antioqueña, empezó a llover muy levemente. Todos nos miramos como diciendo qué hacemos. Era muy poca el agua que caía realmente. Ante la duda Clavijo ordenó: “Vamos a hacerle y así sacamos siquiera la primera escena”. El camarógrafo tapó la cámara con su camiseta y quedamos atentos a la voz de acción.
Pum. Estruendo. Retumbó el suelo. El mundo se me apagó un segundo, como si en mitad del parpadeó se me hubiera olvidado cómo abrir los ojos. Sentí un hormigueo en el cuerpo y mucha confusión. A mi derecha el director tenía las manos en el pecho, como si le estuviera doliendo y empezó a caminar fuera del jardín, yo hice lo mismo sin mirar a nadie más que a él. Cuando nos alejamos unos metros del algarrobo y logramos llegar al pequeño muro que separaba el jardín del patio central, volteamos a mirar hacia la escena buscando una explicación. Vimos a Sancho y a Rocinante tirados en el piso. El algarrobo seguía ahí, intacto, sin dar ninguna pista. Yo empecé a preguntar qué había pasado, seguía con la confusión del estallido. Clavijo me dijo: “Un rayo, cayó un rayo”. Empecé a gritar auxilio y la ayuda llegó justo a tiempo. Hoy Sancho Panza debe tener unos 37 años y seguro cuenta que una vez, siguiendo las locuras de Don Quijote le cayó un rayo que casi lo mata. Le debe agradecer, como yo lo hago cada tanto, a ese caballo blanco que recibió el impacto, a ese Rocinante que tan fiel escudero resultó. Una tragedia.
Esta semana volví a contar esta historia porque fui a ver El Quijote de la Candelaria, el maravilloso colectivo teatral de Bogotá. La obra dirigida por Santiago García tuvo su última función en Medellín en el marco de la 20 Fiesta de las Artes Escénicas. Luego de varios años el grupo decidió no hacerla más. Una amiga a la que le estaba contando la historia del rayo luego de hablar de la obra de La Candelaria, me dijo que a lo mejor Cervantes se había puesto bravo con nosotros al ver nuestro Quijote. Yo le respondí muerto de la risa que tenía razón, pero que, si Cervantes viera a Cesar Badillo, aplaudiría con el brazo bueno.
El teatro y la literatura siempre son sobre uno mismo. Cuando vemos al Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, no estamos viendo las aventuras de un caballero demente, nos estamos viendo a nosotros, a la humanidad. Por eso nos acordamos de nuestras historias siempre que vemos una buena obra, porque nos están contando lo que somos. Larga vida a la Fiesta de las Artes Escénicas, a ese espacio que nos permite pensarnos a través de la belleza.
A la memoria de Rocinante de Algarrobo, el mejor caballo que ha existido, y existirá.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-pablo-trujillo/