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“Mi vida: un fruto del cual habré comido un trozo sin probarlo, sin advertirlo, distraídamente.” La vida tranquila. Marguerite Duras.
“Y sobre todo mataban a la mueca que la gente llamaba Vida, por engañarlos. Por hacerles creer que el próximo amanecer valdría la pena, que otra jornada cambiaría su suerte.” Beloved. Toni Morrison.
Hay días en los que pendo de un hilo. Lo contemplo todo con extrañeza y me pregunto si en verdad es posible haber llegado hasta aquí. Qué vendrá. Si todo lo bueno que tengo es real y sostenible, si no será un espejismo, un equilibrio de cristal. Porque a veces es demasiada fortuna, que no es sino la frontera con demasiado miedo, en una sociedad que siento cada vez más extranjera, que exige cada día más de lo que no soy. Entonces me pregunto si eso que soy podrá con otro amanecer, también porque uno de los mandatos es no conformarnos nunca, seguir cavando así raspemos el hueso, y pienso en lo que dice Marguerite Duras en La vida tranquila: “No quería ser feliz tan pronto, no quería saber que ya era feliz”.
Hace unos días una amiga con la que converso a través de largos audios de WhatsApp que atraviesan el Atlántico me contó algunas angustias y me dijo que alguien le había aconsejado confiar en la vida. Pensé que es justo eso lo que necesitamos tantas veces, cuando pendemos de un hilo, cuando todo nos resulta extraño, y en medio de mis propias incertidumbres le hablé de cómo con frecuencia por la noche la mente da vueltas alrededor de los temores, de aquello que puede salir mal, y en ese momento se siente una especie de certeza paralizante, pero casi siempre, la mañana siguiente, la perspectiva cambia, la luz cumple su función de iluminar el horizonte para que sepamos que, así no estén claros, existen caminos.
Escribo estas líneas en tiempos caóticos en los que la bruma política no contribuye a la visibilidad en las propias luchas. A mi alrededor hay gente que se ha llenado de miedo y eso pesa, porque el temor y el pesimismo son contagiosos y mortales. Como una persona sana que imagina todos los días el cáncer que se acerca y va pudriendo su cuerpo hasta acabar con él. La vida no puede ser anticipar catástrofes. Hay demasiadas cosas que no controlamos y la existencia se esfuma mientras nos preocupamos por ellas. Vivir sobre la línea de lo que puede ocurrir es vivir con la soga al cuello.
Pensaba entonces, por un lado, que si ante aquello que tanto nos asusta contemplamos alguna gran acción, por ejemplo la posibilidad de mudarnos a otro país si intuimos oscuro el futuro del nuestro, esos sentimientos pueden servir en la balanza. Pero si no hay nada que vayamos o podamos hacer, no se justifica la tortura infinita de vaticinar desgracias que probablemente nunca lleguen. Es que desde que nacemos conocemos el miedo. Lloramos. Desde que nos empezamos a mover con alguna voluntad oímos insistentemente las palabras no y cuidado. Y eso se repetirá indefinidamente de una manera frente a la cual, si no luchamos con ferocidad, estaremos paralizados. La mayoría de los grandes logros se obtienen desafiando todo lo que podría salir mal.
Y, en segundo lugar, lo de siempre: hay que poetizar el mientras tanto, que es la vida. Hay que negarse a ser la herramienta del miedo de los demás o parte del sistema que te dice que el único tiempo o trabajo valioso es el remunerado. Hay que hacer lo mejor que uno pueda cada día sin olvidarse jamás de contemplar el cielo y los árboles, conscientes de que la imposibilidad de hacerlo o la distracción que los invisibilice es la máxima señal de alerta —esa sí— para replantearse el camino. Dijo el gran pensador francés Edgar Morin en una entrevista la semana pasada a sus 101 años: “Cada uno de nosotros debe intentar cultivar la parte poética de la vida porque eso es vivir. Lo otro es solo supervivencia”. Y recordó hace poco Daniel Samper Ospina en el podcast Tercera Vuelta esta frase de una película de Woody Allen: «Que la vida consiste en cómo cada quien la distorsiona».
Porque estar vivo es saber que el miedo no se irá jamás, pero querer vivir es convencerse de que eso no es lo esencial y atreverse a inventar un camino parecido a uno. Por eso a veces, cuando veo a alguien empeñado en los impedimentos, en la inexistencia de la poesía y la necesidad de restregar la cara en el barro, me pregunto si realmente desea la alegría, o si en algún momento renunció sin saberlo y se dedicó a confirmarlo diariamente. Que no comamos un trozo de nuestra vida sin apenas saborearlo, distraídos; que no se nos vaya este amanecer en la promesa o el vacío del próximo.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/