Trampa de dios, templo y burdel,
te hablo de vos, carta y cartel,
quién te dejara lo que te dejó Gardel.
Medellín, Carlos Palacio “Pala”.
Decir que Medellín pasa por una de sus más fuertes crisis éticas y estéticas poco tiene de original; es evidente. Tampoco puede decirse que sea la peor. Basta ver las cifras de los años noventa y las condiciones en las que se vivía bajo un cartel reinante y gobernante para saber que nuestros peores años parecen haber quedado atrás. Pero no por eso deja de ser alarmante el panorama que enfrentamos hoy. Medellín pasó de padecer y combatir la mafia de forma frontal, de repudiar sus formas y su legado, a coexistir de manera pacífica y complaciente con sus mutaciones y nuevas caras; con formas que, aunque grotescas, son más silentes que las de antaño. La estética narco marcó para siempre a Medellín. Nos dejó esa lesión metastásica que ningún tratamiento ha sabido paliar; por el contrario, se expande con fuerza y permea cada vez más espacios. De padecerla, pasamos a replicarla, a festejarla, incluso a lucrarnos de ella.
Las ciudades atraen por su esencia. Deciden crear narrativas, contar sus historias, elevar sus símbolos, declararle al mundo su valor. Medellín, más allá de estas montañas, fue durante años un lugar hostil y violento que en ninguna circunstancia se debía visitar. La cohesión de distintos actores sociales y una sucesión de buenas políticas y gobiernos convirtieron ese infierno en una ciudad más digna para su gente y más atractiva para los foráneos. Pero la incapacidad de sostener esa narrativa en el tiempo, de anclar el atractivo de esta ciudad en su cultura, su empuje y su resiliencia —esa que supo contener, derrotar y reconstruir— fue aprovechada por otros. Se apropiaron del relato para imponer sus versiones y lucrarse de ellas.
Las productoras de series y películas vieron en Medellín una historia rentable. Crearon estereotipos perversos de los hombres y mujeres de estas tierras: ellos como comerciantes sin escrúpulos, matones de sangre fría y corruptos ventajosos; ellas como putas finas, sumisas, serviles, trofeos que se adquieren con el estatus del dinero y el poder. Pero lejos de poner esos retratos en las antípodas éticas, los exaltaron, los convirtieron —de alguna forma— en aspiracionales. La cultura de la ilegalidad, del atajo, del culto al avispado, como diría Juan Luis Mejía, se volvió el atractivo.
La Comuna 13, que fue una de las más violentas y golpeadas por la epidemia del crimen, hoy recibe a sus visitantes con souvenirs de Escobar. La zona nororiental se ha vuelto escenario de narco tours y fiestas tecno donde abunda la droga. Y qué decir de Provenza y El Lleras: la cúspide del despilfarro, el abuso y los excesos; sitios de peregrinaje para la fiesta, el culto al dinero, donde todo tiene un precio —hasta las niñas.
El reguetón, al que en esta ciudad se le rinde culto cual dioses a sus exponentes, ha sabido aprovechar la popularidad de su contenido para replicar y celebrar esta maldición. La Medellín que narran en sus anodinas canciones es esa: una ciudad donde las mujeres tienen precio, sus cuerpos son objetos, y la noche de excesos y lujuria promete cumplir los deseos más perversos de quien la visite. Se han hecho ricos a costa de una ciudad que, paradójicamente, padece los estragos de su obra, pero los celebra como ejemplos de superación, arte, cultura y —en uno que otro caso— empoderamiento femenino.
Esa cultura también es brutalmente hostil con las mujeres. Las convierte en mercancía de exportación simbólica, en postales eróticas para el turista que llega buscando «la experiencia Medellín». La música, los comportamientos normalizados, los cuerpos moldeados a la fuerza imponen estándares imposibles y violentos sobre las niñas, que crecerán odiándose a rigor de dietas y cirujanos, y mujeres: cómo verse, cómo moverse, cómo hablar, cuánto costar. No es solo cosificación, es presión sistemática para encajar en una narrativa donde el valor femenino se mide en likes, cuerpo y disponibilidad. Las vuelve trofeos del extranjero, cuerpos para la foto, para la fiesta, para la transacción. Y mientras tanto, la ciudad aplaude, baila, y se deja saquear.
A Medellín nos la han ido arrebatando por partes. Se han adueñado de ella quienes la explotan comercialmente para sus nichos, mientras desplazan a su gente, escriben una historia indigna, y pisotean y desvalorizan un legado mucho más valioso y urgente. La lucha ya no es solo contra quienes empuñan armas o distribuyen droga, sino contra quienes, con relatos maquillados, vacían de sentido el dolor, distorsionan la dignidad y nos venden espejismos de lo que alguna vez fuimos.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/