El precio del Arte son Años

El precio del Arte son Años

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Decir que se es artista es difícil. Algunos arquitectos, con marcas de lápices y calambres en sus dedos, lucharán por horas frente a la pregunta, defendiendo sus esculturas útiles, sus hogares hermosos, que pasan por más ojos en un día —nos dicen— que la Mona Lisa jamás. Los ajedrecistas dirán que sus soluciones y clarividencia sobre lo que pasa en el tablero son un arte innegable, que inspira al espíritu y pone una luz en la belleza de la capacidad humana. Los deportistas también dirán que son artistas, condensando años de sacrificio y práctica en una patada, un tiro o los 10 segundos de su carrera. Que el arte es eso, es la creación de un momento hermoso e inolvidable, que apunta a la grandeza de la humanidad. La forma no importa.

Tienen razón, creo yo. Pero más allá de la creación de ese instante de arte, que nos llega a través de los miles de medios que hemos encontrado los humanos para expresarnos, quizás una cualidad inseparable del arte es el sacrificio que requiere. El sufrimiento del artista, piensan muchos, no solo es parte de la carrera del arte (deportes, escritura, pintura, diga lo que quiera), sino parte de lo que se logra. Porque el arte, a diferencia de otras profesiones, aspira siempre a esa conquista. No hay espacio para todos los conquistadores en este mundo. Solo ganarán los mejores; aquellos que están dispuestos a sacrificar más.

Esta fue una reflexión, imprecisa y apurada, que me llegó después de ver Mamma Mia en el teatro Metropolitano este pasado fin de semana. Juliana Reyes, Donna, la protagonista accidental —porque no sé si ella era la protagonista que Catherine Johnson imaginó cuando escribió el musical—, me mostró esa idea de la necesidad del sacrificio en el arte.

Leyendo sobre su vida, como actriz, cantante y bailarina de profesión (quizás más de vida que de profesión, porque creo que Juliana no concibe hacer otra cosa con su tiempo), ella estuvo dispuesta a enfrentar esos años de sacrificio para llegar a ser artista. No creo que nadie discuta que las obras de teatro son arte, pero creo que, aunque los actores de este medio se ahorran ese debate que enfrentan los arquitectos, los mejores entienden que, como dije, la forma no importa. Es el sacrificio, la necesidad de entregar al arte para poder recibir su triunfo. Para Juliana, ese sacrificio estaba lleno de inseguridades. Ser una actriz de teatro de carrera en Colombia, vivir de eso y vivir bien, es una noción imposible para muchos.

Juliana nunca, especulo, se preocupó por eso. Por lo menos no lo suficiente como para pensar que vivir del teatro sería el sacrificio que el arte le pediría. No. El sacrificio es el del escenario. El de traer a la vida algo que, por un instante, apunte a la grandeza de los humanos. Si no saben cómo se ve eso en la cara de un artista, vean el video de Luciano Pavarotti cantando “Nessun Dorma” de Turandot. En la penúltima nota de la canción, el italiano sabe que ha apuntado hacia la gloria, que su sacrificio al arte había dado fruto. Está en sus ojos. Si quieren otra muestra, los invito a ver la interpretación de Leonard Bernstein de la Segunda Sinfonía de Mahler en la última parte del “Finale”.

Lo de Pavarotti y Bernstein es fácil de revisitar porque está grabado. Lo que no sé es si Juliana sabe que alcanzó ese instante en la presentación del viernes que asistí de Mamma Mia. Probablemente no es la primera vez que en su carrera alcanza eso. Pero esta vez me tocó a mí. Y, porque creo que, como audiencia, esos son los momentos por los que somos adictos al gran arte, me gustaría grabarlo aquí para poder recordarlo. Además, para tener la memoria de que, en nuestros escenarios, en todo tipo de obras, hay artistas que elevan el arte al nivel que lo logró Juliana esa noche.

Fue ya avanzada la segunda parte de la obra. El calor tenía a la audiencia sudando, aunque casi todos estaban dispuestos a enfrentarlo por el buen teatro que estaba entregando el escenario. Yo había colado una cerveza —fría y prohibida— del entretiempo y la tenía entre mis pies tanto para servir como un alivio de la sed como para un alivio al calor del salón. La canción que había pasado era una de las más emocionantes para cualquier madre en el escenario. “Siento que se Aleja” es una canción hermosa, un tributo a los cambios de la vida, un enfrentamiento maternal a los horrores del tiempo y de la distancia irrevocable que se forma entre los padres y los hijos con los años. Pero no fue en esa cuando vino el momento de Juliana. Llegó después, ella sola en el escenario, cantando —y es una de mis canciones favoritas, entonces puedo tener un sesgo— “Va todo al ganador”. Sola en el escenario, el fondo, eventualmente, se volvió negro. Quedó ella en el foco y la voz. En el segundo coro, con su vozarrón ineludible, me invadió un escalofrío que empezó en mis pies y terminó con una lágrima, solitaria y sin mucho más que shock acompañándola. Y ahí lo sentí: solo se puede lograr ese instante después de años de sacrificio. Eso es el arte. Eso son los artistas.

Sacrifican, y aceptan el sacrificio, por brindarle a la humanidad ese instante. Un momento de éxtasis, fugaz pero importante. Es una habilidad imposible de practicar, pero necesaria de cultivar. Juliana, después de sus veinte años y más de carrera, de trabajo, y de sacrificio invisible para mi vida, llegó a ese momento para regalarme ese instante que no se me olvidará. Que me recordó de lo inescapable que es nuestra necesidad por buen arte. A ella, mi gratitud y mis felicitaciones.

Otros escritos de este autor:
https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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