El precio

Tenía nueve años cuando les dije a mis papás que, en Halloween, me quería disfrazar de La Pola. Policarpa Salavarrieta, la espía de Colombia en épocas de la independencia y la protagonista de la novela a través de la cual conocí su historia. La novela, como su vida, terminó en su fusilamiento público un 14 de noviembre de 1817. La noche en la que transmitieron el último capítulo mi papá se pasó para mi cuarto y nos vimos juntos el final. En ese momento no me dejaban quedarme despierta hasta después de las nueve de la noche, pero había hecho un trato con mis papás para que me pudiera ver la novela todas las semanas. Solo tenía que levantarme sin estar mal genio al otro día. Ese era el trato. 

Cuando la mataron, en la novela del 2011, me quedé llorando por horas y mi papá abrazándome me decía que parara de pensar en eso, que no era verdad, era ficción. Yo me volteé y le dije, “Papi, pero a ella sí la mataron hace muchos años. Es una historia de verdad.” Entonces seguí llorando por la muerte de una mujer tan valiente, una mujer que me inspiraba, una mujer que luchó para que mi ciudadanía colombiana fuera igualmente válida a la de los españoles que nos colonizaron. Mi papá me dijo que sí, pero que a La Pola no le gustaría que una niña tan inteligente como yo estuviera llorando 194 años después de su muerte. Al otro día rompí mi parte del trato y me levanté mal genio y con los ojos hinchados. Pero sabía que a La Pola no le gustaría verme tan triste, entonces cambié mi tristeza por determinación por mostrarles a mis compañeros quién había sido esa mujer que la mayoría solo había visto en los billetes de 10.000. Por eso me disfracé de La Pola, y prometí sentirme orgullosa de ser colombiana por el resto de mi vida. 

Por esta razón, las elecciones me emocionan. Me emociona asumir esa postura de ciudadana colombiana. Ver los debates me fascina, aunque a veces me provoque cerrar el computador y no volver a saber nada de campañas políticas. Me gusta saber cómo votan mis amigos, hablar de política, escribir de política. Aún así, reconozco la diferencia marginal que sigue existiendo en nuestro país con respecto a participar en nuestra democracia. 

Para algunos votar es una piedra en su zapato; la época electoral, una nube en un día soleado; el decidir entre cuál candidato le beneficia más a su empresa, una molestia necesaria. Pero para la mayoría de colombianos votar es la única oportunidad que tienen para hacer que su voz sea escuchada, aunque sea una vez cada cuatro años. La época electoral es esperanzadora. Es en la que pueden utilizar programas de radio para educarse sobre los diferentes candidatos, porque no tienen internet en sus hogares, barrios o pueblos. Escoger un candidato es una responsabilidad que tienen para garantizar que sus hijos tengan con qué comer los próximos cuatro años, cuando sus voces van a volver a ser tomadas en consideración. Es ahí donde difiero con el dicho tan colombiano, colombianísimo, que dice que no se habla de política.

Decidir no hablar sobre política es un privilegio enorme. Para muchos, ese no hablar, ese voto que dejamos manipular, les cuesta la justicia por sus hijos desaparecidos, el trabajo de toda su vida y poder mantenerlo, tener acceso al agua limpia, poder casarse, poder utilizar su voz sin ser amenazados y asesinados. Para muchas personas en este país la política no es un tema de opinión, sino un tema de supervivencia. 

Los índices de popularidad desbordados del Pacto Histórico que han hecho temblar a tantos no son coincidencia. Una Colombia injusta, corrupta, desbordada de casos de NNs y de falsos positivos, una Colombia con un proceso de paz fallido porque la violencia no ha parado sino que se ha transformado, una Colombia que aún ante las señales de progreso representados por los fallos de la Corte Constitucional sigue protestando el acceso a servicios de salud de calidad para todos, todas y todes, una Colombia cuya tierra sigue sin pertenecer al pueblo, que ha visto a las mismas familias en el poder durante décadas, claro que va a buscar un caudillo, un salvador que proponga soluciones inmediatas ante tanta miseria. Esto no es nuevo. Colombia lo buscó en Jorge Eliécer Gaitán para diversificar el poder que mantenía a una oligarquía; en Luis Carlos Galán para solucionar el problema de los narcotraficantes. Pasó con Álvaro Uribe para solucionar el problema de las guerrillas; con Santos para solucionar la guerra. Y ahora Colombia busca en Petro alguien que vele por sus necesidades básicas. 

Yo tengo el privilegio de votar por preferencia. Votar por alguien que yo creo que va a representar mis ideales políticos, que creo que va a garantizar que en mi futuro sitio de trabajo me traten con dignidad e igualdad, alguien que yo crea que no me va a hacer morir en la pobreza por un sistema de pensiones colapsado. Alguien que siembre más árboles en mi ciudad, que tenga una visión urbana más ecológica, que represente los intereses de los diferentes grupos demográficos de los que hago parte y a los que apoyo como aliada. Pero reconozco que votar por preferencia tieneun privilegio implícito: el no tener que votar para no morir. 

Entonces, al voto no hay que tratarlo con misticismo, secrecía, decencia. Griten su voto, defiendan su voto, bailen su voto. Porque es el suyo, espero. Ese voto no le pertenece a nadie más. Hablen con los que votan diferente en vez de callarlos, no entablen debates con base en lo personal sino en argumentos, porque nadie sabe las condiciones de vida de nadie. Nadie conoce las columnas que sostienen el voto de nadie, especialmente en un país como Colombia.

Nunca he dejado mi fascinación por la historia de La Pola, entonces he seguido investigándola, pensándola. Así me topé con sus últimas palabras, que le gritó a la multitud el día de su muerte. “¡Pueblo indolente! ¡Cuan distinta sería hoy vuestra suerte si conocieseis el precio de la libertad! Pero no es tarde. Ved que, aunque mujer y joven, me sobra valor para sufrir la muerte y mil muertes más. ¡No olvidéis este ejemplo!”. Me atrevo a decir que, en estas elecciones, el pueblo sigue siendo indolente, y aún no conoce el precio de la libertad, ni de la empatía. 

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