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Miro mi mano.
Con la mirada desnuda, desdibujo las líneas, arrugas y formas que la componen.
Acto seguido, me pregunto por qué son tan arrugadas en alguien que no ha pasado los veinte.
Me miro al espejo, como de afán, como si el demorarme dos segundos más fuera a envejecerme el semblante. Juego con mis dedos, que bailan lento y curioso, deslizándose por cada trazo que alguna vez me talló. Acerco la cara al espejo y juego al cíclope, retando mi mirada a ver que tanto se puede acercar a mí hasta dejar de ser ‘yo’. Esos sublimes centímetros que me transforman de humana a cíclope, a mancha de matices oscuros, no terminan de fascinarme.
Me miro hasta dejar de reconocerme. Hasta olvidar que antes de ser esa sombra que siente el frío del espejo en la frente, era una mujer, recostando su rostro en un vidrio plateado.
Me poso en céspedes ajenos y juego con seres, tan minúsculos y etéreos, que consideran esas hierbas una galaxia entera. Siento un cosquilleo en el pulgar, una hormiga, que con toda intrepidez imaginable ve en mí un aposento. ¡Un aposento en un ser quinientas mil veces más grande, cuyo simple tacto podría significarle la muerte! Pero ahí yace, mostrándose indiferente a mi capacidad de arruinarla.
Quizás fue afortunada, quizás notó en mi sutileza cierto recibimiento (aunque lo dudo, considerando mi vastísimo tamaño contrastado a su minúsculo mundo).
Pero el hecho es que ahí se quedó, y por un largo rato.
En ella, en esa minúscula y enigmática criatura, me vi reflejada. En sus movimientos curiosos por mis dedos, esos mismos, alargados y finos, que ni yo acabo de entender. En su forma de subir y bajar por mi brazo, descubriendo cada esquina, cada folículo, cada poro. En su valentía, en su curiosidad. En su miedo imperceptible.
Recuesto la cabeza entre hojas de álamo secas; cojo un par y, con un ojo cerrado, observo la danza de luces que crean al apuntarlas, con sus grietas y cicatrices, hacia el sol.
En esos pequeños momentos encuentro la clave del universo, la esencia de la vida: no se trata de entenderlo todo, sino de sentirlo.
¡Palabras, palabras! Bajo un nombre distinto, el aroma de la rosa es el mismo. Bajo un adjetivo diferente, el peso de la cólera lo siento igual en las puntas de mis dedos.
Invertimos tanto tiempo en comprender las cosas a partir de títulos vacíos, al calificar y clasificar todo lo que se cruza ante nuestros ojos aún inexpertos. ¡Cuánta belleza nos estamos perdiendo! Nuestro entorno es sublime por una razón sencilla, y su cruda condición terrenal subyacente: su autenticidad.
A cualquier cosa que yo intente categorizar le resto poder, le quito mérito, le robo su belleza. No es necesario que vea la hormiga, mi mano, mis arrugas, al cíclope, y los asocie con adjetivos. La vida es poesía, pero pa’ adentro. La vida es arte, pero del tipo que no se comenta, del tipo que no se critica. La vida es una quimera, un reloj de arena, un olvido en proceso.
La vida es sublime y nuestra ambición y ceguera la vuelven mediocre.
Me rebozan lágrimas y las limpio con la misma delicadeza con la que trato a la hormiga, a la hoja, al álamo. Sonrío pa’ adentro porque agradezco la intimidad de mi superpoder; esta sensibilidad que, hasta ahora, solo encuentro en el silencio.
Me cuestiono si el césped percibe el peso de mi cuerpo, si le molesta o se siente acogido. Procuro aligerar la presión con la que me poso para no dañarlo. Me genera cierta gracia estar preocupada por mi peso en un follaje. Lo acaricio lentamente, agradeciéndole por servirme de cama estas horas.
Y así me levanto, hiervo agua para mi café.
Otro domingo cotidiano.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/penelope-ashe/