Los medellinenses amamos Medellín, de eso no hay duda. Pese al odio y a la maledicencia que vociferan algunos contra nuestra ciudad y región, los paisas albergamos el orgullo del arraigo, del legado recibido por nuestros ancestros, de las tragedias que hemos superado como sociedad. Y es que no es poquita cosa haber sobrevivido a la destrucción de Escobar, a Luis Pérez y a la elite burocrático-mafiosa que instaló hace algunos años el Cartel Quintero. Este amor, esta querencia nuestra es, sin embargo, racional. No desconocemos los profundos retos y necesidades que hoy en día padecemos, los cuales subyacen como fuente de malestar colectivo, sobre todo en las generaciones más jóvenes, ajenas en gran medida a su propia historicidad.
Sobra decir que ninguna ciudad es perfecta. No lo fue la ciudad antigua, ni la medieval, ni la moderna ciudad industrial. Talvez este ideal de ciudad exista sólo en la reflexión que desarrolla Platón en su Critias, pero nada más. Y es que la ciudad es un producto humano, hechura humana que al mismo tiempo nos crea, nos constituye. Siendo así, la ciudad se construye también en virtud de nuestros deseos y necesidades, de nuestros temores y carencias, y podemos afirmar sin ambages que una ciudad es tanto más dichosa por cuanto mayor sea su capacidad para satisfacer estas necesidades. Ahora bien, ¿a qué necesidades nos referimos? En las siguientes líneas trazaré muy brevemente algunas glosas al respecto, en sí mismas nada novedosas.
La necesidad que se encuentra en la base medular de nuestra estructura antropológica es la de seguridad. Esta seguridad no se reduce únicamente a la protección frente a la violencia o al resguardo físico, sino que se extiende al orden simbólico, a la confianza en los vínculos sociales, a la estabilidad del entorno cotidiano. El ser humano, en cuanto ser vulnerable, requiere de un territorio que le ofrezca cobijo, continuidad, previsibilidad. Sin esta base de seguridad, cualquier intento de apertura, creatividad o encuentro se torna intangible. La ciudad, en su forma más elemental, es una respuesta a este clamor ancestral por un lugar seguro que se constituya en refugio compartido frente a las inclemencias del mundo. Construir ciudad, entonces, es construir confianza. Y una ciudad que no logra ser garante de esta seguridad —en todas sus dimensiones— corre el riesgo de convertirse en un espacio del miedo, de la exclusión y de la desconfianza mutua.
Esta ambivalencia se refleja también en la estructuración del tiempo urbano. La ciudad que responde únicamente a lógicas de productividad y rendimiento, esa ciudad del algoritmo, de la eficiencia sin pausa, reprime el tiempo del juego, del ocio y de la creación. Porque el habitante urbano no es un autómata económico: necesita trabajar, pero necesita de igual modo derrochar energías en actividades no utilitarias, en la obra gratuita, en la expresión simbólica, en el ritual, en el baile, en la conversación inútil que sin embargo edifica sentido. El espacio público, visto así, no es solo infraestructura, sino escenario del devenir colectivo, lugar donde se tramitan el deseo y la diferencia, el conflicto y la comunión.
El ser humano, para finalizar, es proyecto, proyección de perspectiva, de horizonte. Una ciudad que no piensa su futuro, que no se sueña, es una ciudad condenada a la inmediatez perpetua. Pero soñar colectivamente exige una imaginación pública que no se limite a la gestión coyuntural, sino que sea capaz de crear símbolos, de narrar el nosotros, de convertir el desarrollo en una empresa compartida. Medellín, si quiere continuar siendo una ciudad viva, debe reactivar esta dimensión del sueño. Porque sin obra común, sin juego, sin símbolo, la ciudad se convierte en un lugar de paso, no de pertenencia, se convierte en un “no-lugar”.
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