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Afuera de la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín un hombre vendía libros de segunda. Su figura Quijotesca resaltaba entre la multitud de visitantes. Me maravilló ver a este librero rebelde fuera del olimpo de la palabra, sentado en una butaca, entre el Parque Explora y el Jardín Botánico promocionando ediciones antiguas de textos clásicos. La multitud de lectores pasaban junto a él y solo un puñado se enteraban de su existencia. El hombre sonreía y con voz baja invitaba a observar el material literario. Su compañía era un perro, un noble amigo que batía la cola de tanto en tanto y como respuesta recibía una galletita.
La agitada feria recibía y despedía cientos de personas, que felices exhibían sus nuevas adquisiciones, libros recién nacidos, libres de polvo y listos para ser leídos. Por su parte, el librero acariciaba una portada gruesa, de color verde y de apariencia reptiliana, que llevaba por nombre el Satiricón. Leía dentro de sus hojas algunas notas, que intuyo por sus expresiones eran de origen burlescas. Luego dejaba sobre una manta gris el libro con la delicadeza de quien reconoce la fragilidad de los años. Imagino que dicha edición superaría las cuatro décadas de existencia. El suelo era la estantería de aquella librería, donde se podían leer títulos de autores universales como: Chejov, Hemingway, Dostoievski, Sartre, Camus, Zweig y García Márquez. Me sorprendió gratamente ver entre la exposición de libros, la obra de Irene Vallejo, El Infinito en un Junco. Su caratula estaba reluciente y a diferencia de los demás libros se conservaba dentro de una empaquetadura transparente. Quizás esté a la espera de algún lector que rompa la bolsita y descubra el oxímoron de viejo nuevo, que tiene a esta obra junto a los grandes.
Frente aquel hombre se promocionaba de forma exitosa hamburguesas, bebidas y material publicitario de la feria. Sin embargo, los libros continuaban quietos, a la espera de observadores. De repente, una señora que vendía comidas rápidas se acercó y le preguntó al librero si tenía El Principito, porque su hijo lo estaba necesitando para una clase del colegio. El hombre afirmó con la cabeza y sacó de un morral tan antiguo, como las ediciones que promocionaba, un texto de color amarillo y lomo azul. Hizo una explicación de porque este libro era la mejor opción para leer en la juventud y recibiendo a cambio un par de billetes continuó en el mutismo que le convocaba la lectura.
La señora se dirigió a su lugar de ventas con el libro en las manos y con un gesto amoroso lo entregó a su hijo, un joven de aproximadamente 13 años que ayudaba a mantener prendido el fuego en el cual calentaban carnes y mazorcas. Evidencié una prolongada sonrisa del joven, quien se apresuró asegurar la llama exacta para la hornilla y así internarse en la lectura. En un costado estaba el viejo, en el otro lado el joven, ambos en este espacio eran uno.
La fila para el ingreso a la Fiesta del libro estaba pronto a agotarse y era mi turno para desbordarme en la magnitud del evento. Impulsado por la curiosidad decidí abandonar el orden de lo predecible y acercarme a aquel librero solitario, que entre la multitud, me reiteraba una idea que me resuena como lector: la posibilidad de encontrar en una buena historia todas las historias del mundo.
Hablamos de la vida, del gusto por los libros viejos y nuevos y me contó de su visión de la feria, la cual considera relevante para la formación de ciudadanía, pero de cierta medida excluyente con las personas de menores recursos que no pueden adquirir libros con precios elevados. Por este motivo, él decidió salir con su “antiferia” y sin mayor publicidad que la que hacía su perro cuando ladraba, esperaba que los curiosos adquirieran sus libros antiguos en 15.000 pesos cada uno. Insistía que su mayor aporte a la cultura son las conversaciones con las personas que decidían llevar a casa una de las obras literarias, donde les narraba como las había conseguido, qué pensaba de ellas y cómo las lecturas le aportaron a superar momentos difíciles de la vida.
No supe el nombre de aquel librero, ni su edad o el lugar dónde vive, lo que si me quedó claro es que él representa el espíritu libre de todos los libros. Razón tenía Irene Vallejo: “Creo que los libros describen a las personas que los tienen entre las manos”.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/