El hombre que no quería ejercer como presidente

Vi, como muchos, la extensa entrevista que le hizo Daniel Coronell al presidente Gustavo Petro. Y vi, claro, su trino posterior: «Me voy más preocupado de lo que llegué». Y pasé por el comentario del periodista Félix de Bedout: «Hay entrevistas que también terminan siendo un retrato psicológico».

Leí a los que, tras escuchar y ver lo que ocurrió en esas dos horas, encontraron en ellas solo insania. Y a los que, en esos 135 minutos en los que Petro habló mucho y Coronell no pudo preguntar tanto como sospecho quería, hallaron solo evidencias de vesania y desconexión con la realidad. También me topé con los que leyeron en cada gesto, en su postura, en el lápiz que agitaba insistentemente, la incontestable evidencia del enajenamiento.

Petro es un orate, concluyeron los unos. Está disminuido cognitivamente, diagnosticaron los otros.

No me lo pareció. Que estuviera loco, digo, que anduviera fuera de sus cabales. Esa, me parece, es una lectura equivocada que tiene que ver más con el desafecto o la propia inquina.

Tampoco puedo negar que hubo en ella un ambiente que iba y volvía entre la realidad y el delirio. Pero déjenme tratar de explicar mejor lo que vi y sentí.

Es cierto que sus respuestas eran largas digresiones, pero le apuntaban a los grandes temas que, siente él, son los que lo inscribirán en la historia de la humanidad: la defensa de la dignidad nacional, por ejemplo, que parece tan insignificante para algunos más acostumbrados al servilismo y la genuflexión. El mismo Coronell lo confirma cuando lo conmina diciéndole «Yo le pregunto qué está dispuesto a dar y usted me hace un listado de lo que va a exigir». O esa otra reflexión sobre cómo la codicia lleva a la humanidad por el bello, pero certero camino del despeñadero.

El caso es que yo sentí allí, en esa monserga de Petro, toda una estrategia narrativa, la insistencia en una ideas, en unas máximas, en unos principios que, parece ser, quiere que sean los que rijan su vida y queden como legado de quien aspira a ser. Porque eso fue lo otro que me pareció colegir de todo esto: que Gustavo Petro quería ser presidente, pero no para ejercer la presidencia. Que su ahínco por resultar elegido, por ganar las elecciones presidenciales (aquella donde estuvo a punto y esta otra donde finalmente sí ganó) no estaba enfocado en ser presidente, sino en lo que le permitiría el cargo: repercusión internacional. Quería ser presidente, pero no ejercer el ejercicio presidencial.

Y me parece, entonces, que para Petro llegar al Palacio de Nariño no es un fin (no necesitaba tener el poder para legalizar la contrarreforma agraria y luego protegerse de la ley, como Uribe; ni porque sabía que lo habían criado para serlo, como Santos; ni para obedecer a sus jefes y paliar su insignificancia, como Duque), es un medio para eso otro a lo que aspira: ser Petro el grande, pero el inolvidable, como él mismo le responde al entrevistador.

Quizá por eso Petro no respondió como el presidente que es, sino como el personaje con reconocimiento pleno internacional que aspira a ser, ese al que citarán otros y emularán algunos más. Y entonces ahí se puede comprender ese desdén por lo nacional, esa poca ejecutoria como mandatario, porque eso es apenas un trámite de su deseo.

Y parece que para Gustavo Petro el camino hacia ese logro no está en los hechos, sino en otra cosa que él mencionó: la palabra. Entonces, en su afán oratorio, se convierte en verborreico y por eso no duda en hacerse responsable de sus palabras, pero no de sus consecuencias.

Seguramente no pasará. Gustavo Petro no es ni será tan relevante en el contexto internacional como él lo sueña. Tampoco es, como parecen verlo sus más férreos opositores, esa especie de oxímoron político: el irrelevante peligrosísimo.

Sin embargo, sí dilapidó su verdadera posibilidad histórica —la de ser el presidente que encaminara al país en la ruta de la justicia social—, condenando quizá con ello la oportunidad de nuevos gobiernos progresistas. Y es cierto que las fuerzas que se le opusieron lo hicieron con una virulencia como no se había visto en Colombia en muchos años, pero también lo es que claudicó pronto para empeñarse en ese otro objetivo que me quedó claro en la entrevista, su ambición de ser histórico, condenando la posibilidad de haber sido necesario.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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