El hombre que habita en mí

El hombre que habita en mí

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Existen lecturas que al cruzarse con nosotras nos marcan; las memorizamos hasta que algún evento fortuito nos deja avanzar y nos distrae del nuevo conocimiento que hemos adquirido. Existen otras que, aunque deseemos desesperadamente desecharlas, prometen nunca abandonarnos.

Margaret Atwood logró ser parte de ese conocimiento que he querido ignorar pero que, desde que leí, me persigue como un fantasma. Me he considerado feminista desde hace años y en ese mismo afán de liberarme de la perspectiva masculina, he respondido, peleado, dialogado y exigido en muchos ámbitos de mi vida, pensando que la censura era un acto que cometían los terceros en contra de nosotras, una acción externa, una batalla contra los otros. Nunca pensé que yo también hiciera parte de ese preciso mal que me frenaba, nunca me vi como parte del patriarcado que tanto reprochaba hasta que me crucé con este párrafo de La novia Ladrona:

“Fantasías masculinas, fantasías masculinas, ¿todo se rige por fantasías masculinas? En lo alto de un pedestal o de rodillas, todo es una fantasía masculina: que eres lo suficientemente fuerte para aguantar lo que te echen, o demasiado débil para hacer algo al respecto. Incluso fingir que no estás satisfaciendo fantasías masculinas es una fantasía masculina: fingir que no te ven, fingir que tienes vida propia, que puedes lavarte los pies y peinarte sin ser consciente del vigilante siempre presente que mira por el ojo de la cerradura de tu propia cabeza, aunque no sea por ningún otro sitio. Eres una mujer con un hombre dentro observando a una mujer. Eres tu propio voyeur».

Es incómodo admitir algo que nunca había considerado; es molesto aceptar que incluso en la soledad de mi habitación, donde solo yo escribo y existo, también poseo una audiencia. ¿Cómo no había pensado esto antes? ¿Cómo no vi que en mi cabeza siempre me visita un coro de hombres intentando guiarme, observarme? Durante la mayor parte de mis días he tenido espectadores cuya opinión pondero con la mía.

Tengo una mirada masculina interiorizada, una que afecta de forma inconsciente desde cómo me visto, camino y como, hasta la personalidad que en ocasiones me he convencido de tener. Como cuando me consideraba “diferente a las otras chicas” y solo escuchaba rock, o como cuando reafirmaba lo descomplicada que era y que la “naturalidad” para actuar y comportarme era lo que me hacía bella.

¿Qué es entonces lo que me pertenece solo a mí y al resto de las mujeres? Si borro los gustos, pasiones y pensamientos que he adquirido porque llevo dentro siempre una perspectiva masculina, ¿qué queda de mí? Ojalá pudiera aportar luces a la discusión, pero toda esta columna nace de un lugar donde encuentro más preguntas que respuestas.

Hoy solo tengo algo claro gracias al planteamiento de Margaret Atwood y es que, si quiero entender quién soy como mujer y en quién me convertiré el día que deje a un lado mi performatividad, necesito empezar a repensar desde dónde nacen mis decisiones y así poco a poco eliminar los espectadores masculinos que llevo dentro.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mariana-mora/

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