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“No he dejado de escribir poemas. La gente los necesitará. Tal vez solo unas pocas personas, tal vez no ahora, pero los necesitarán.”
Deméntiev.
Iba una de estas noches en el carro, de regreso a mi refugio en el campo tras una tarde de reuniones en la ciudad, y en uno de esos semáforos creadores de pausas anónimas entre ciudadanos que no se miran, vi a un muchacho parado bajo una llovizna suave. Cargaba una tabla de madera con bombones, un cartelito que pedía ayuda para comer y miraba un punto incierto. Era uno de tantos invisibles, pero me sacó del cansancio, de ese ritmo irreflexivo citadino mortal, y reaccioné para vencer la velocidad de la luz. Saqué unas monedas y abrí la ventana, lo llamé y regresó a la vida, sus ojos volvieron a ser ojos y su boca recordó la sonrisa. Nuestras manos se tocaron y se anuló por menos de un segundo el abismo. Sentí el peso inútil de esas monedas en mi billetera, desgarrador al imaginar aquellas manos esa noche, llegando a donde fuera que llegaran, calculando la supervivencia, inclinando mínimamente la balanza. La realidad es tan brutal que, como dice Augusto Monterroso, “La vida existe para volverse cuento”.
En medio del caos diario suelo sentarme a escribir esta columna, mirando esa hoja en blanco que a veces fascina y a veces paraliza, y pensar: esta vez no podré, no tengo nada que decir. Pero, como dice Andrés Sánchez Robayna en La luz negra, «Escribir es un leer en la escritura de la naturaleza», así que compruebo cada vez que basta con tener los ojos abiertos y conectados al corazón. Me siento frente al vacío, miro por la ventana y veo una tángara cuyo lomito tornasolado brilla con el sol, asomándose insistentemente al interior de la primera flor de un magnolio, una blancura redondeada que duplica su tamaño. Pienso que la tángara, el magnolio y el chico de los bombones existen en el mismo instante, en el mismo mundo, y entonces soy consciente de que para vivir debo absorber altísimas dosis de belleza y de dolor. Se ilumina ese hilo que lo conecta todo, lo que pasa en el mundo, los árboles, los ojos del muchacho a través de la ventana y mi lectura del momento. Parecieran coincidencias, pero no lo son; los hilos son infinitos y están allí para quien quiera verlos. Por eso es tan común, y es un enorme consuelo, leer a tantos escritores y periodistas que se preguntan hasta cuándo tendrán temas para escribir, pero así llevan veinte y treinta años sin parar.
Entonces esa hoja en blanco que parecía imposible empieza a dibujarse, a convertirse en el arte con el que interpreto y tejo la vida. Dijo Jules Renard que “La inspiración no es más que la alegría de escribir; la inspiración nunca precede al trabajo”. Y eso no es sino un empujón para sentarse frente a la existencia borrosa y poner unas palabras sin saber hacia dónde se va. Porque además, como dijo Stephen King, reconfirmo siempre que «El momento que da más miedo es justo antes de empezar».
Me pasa también que, mientras escribo, intuyo la incomodidad que aquello generará, pero me es imposible ignorar ese hilo que veo brillar entre todas las cosas. Sería más fácil, pues tocarlo quema, pero es así que se alimentan el propósito y la esperanza, tan ligados a la belleza y al arte, las mejores herramientas para luchar contra el horror. Dice Remedios Zafra que «Quien no necesita que el mundo cambie posee el privilegio de disfrutar lo que tiene manteniendo las prerrogativas que dejan las cosas en el mismo lugar. Pero quien pone su energía en lograr mundos distintos, más igualitarios, debe convivir con el malestar y la crítica que precisa toda conciencia, toda resistencia al cambio.» Así que yo me sigo sentando a escribir para recordarme cada día que nada me es indiferente, que la existencia me deslumbra, que la gente necesitará siempre la poesía, que persigo esos mundos distintos.
Lidiar con la conciencia de la impredecibilidad de absolutamente todo lo que conocemos es un permanente equilibrio en medio de un terremoto. Por eso parar para escribir, leer y contemplar la naturaleza mientras se cae a pedazos el mundo es mi acto radical de elección y construcción de un relato propio. Me niego al afán dormido. Agarro el hilo ardiente para que mi mirada llegue lejos y duela y brille y me recuerde cuan viva estoy. De esa manera, el instante presente se convierte en el comienzo de la inspiración y la poesía, de forma que la tragedia, como escribió hace poco Sergio del Molino, me pille leyendo en mi sillón favorito.