El golpe de la descertificación a Colombia

El 15 de septiembre, la Casa Blanca tomó una decisión inédita en casi tres décadas: descertificar a Colombia en la lucha contra las drogas. El informe señala un “aumento sin precedentes” en la producción de cocaína: 2.664 toneladas en 2023, un 53% más que el año anterior, atribuibles a políticas que debilitaron la cooperación bilateral. Con el regreso de Trump, el golpe tiene un aire de retaliación política contra Petro, acusado de suspender la fumigación y priorizar el diálogo.

El aumento de cultivos no empezó con Petro. Entre 2010 y 2023, las áreas sembradas pasaron de 62.200 a 253.000 hectáreas, y la producción creció bajo todos los gobiernos: Uribe (240-345 t/año), Santos (pico de 1.120 t en 2018), Duque (1.738 t en 2022) y Petro (2.664 t en 2023, con un estimado de 2.800 en 2024). Las incautaciones también crecieron —de 135 toneladas en 2010 a 884 en 2024—, pero cada vez representan menos: de hasta 70% bajo Santos a 27-32% con Petro, lo que deja alrededor del 70% de la cocaína en el mercado global. Ningún gobierno ha logrado reducciones sostenidas: es un fracaso estructural frente a una demanda internacional que no cede. Hoy existen más de 23 millones de consumidores de cocaína en el mundo —un 20% más que en 2019— y mercados que absorben casi toda la oferta: Estados Unidos concentra el 84% de la coca colombiana y Europa entre el 60% y el 65%. Mientras esa demanda siga en expansión, cualquier esfuerzo interno será insuficiente.

Esa demanda internacional se refleja en la economía local. Para el campesino, la coca sigue siendo el cultivo más rentable y llamativo. Aporta ingresos rápidos, compra asegurada, transporte garantizado, crédito adelantado y, en muchas regiones, la única presencia “institucional” es la del intermediario ilegal. En contraste, la sustitución oficial llega con retrasos, pagos incumplidos y sin mercados alternativos viables. Pedirle a una familia que arranque la coca para sembrar yuca o cacao, sin vías ni compradores, es condenarla a la ruina.

Ese vacío lo llenan los grupos armados ilegales. Hoy el Clan del Golfo controla corredores clave hacia el Caribe y la frontera con Panamá; las disidencias de las FARC mandan en el suroccidente (Caquetá, Putumayo, Nariño, Cauca) y en zonas de Meta y Guaviare; el ELN disputa territorios en el Catatumbo y Arauca; y en paralelo operan redes locales de narcotráfico que articulan cultivos, laboratorios y microtráfico urbano. Son estos actores quienes capitalizan la ineficacia del Estado, y son ellos los que se fortalecen cada vez que la política antidrogas se convierte en un pulso diplomático sin resultados en terreno.

La descertificación, entonces, se entiende mejor como un choque de realidades: los intereses de Trump, la estrategia de Petro y la situación en el Putumayo, Caquetá y Catatumbo. Sus consecuencias no son menores: EE. UU. puede recortar o condicionar la ayuda —que en 2024 rondó los USD 450 millones—, congelar programas de USAID y ejercer mayor control sobre cada desembolso. Además, pueden pedir a sus delegados que rechacen préstamos en el BID, Banco Mundial o FMI. Aunque las exenciones suavicen el golpe, el mensaje a los mercados es claro: Colombia es un socio bajo sospecha. Esta percepción erosiona la confianza de los inversionistas y encarece el financiamiento externo, justo cuando el país necesita recursos para la paz, la infraestructura y la transición energética.

En conclusión, menos cooperación en un mercado global que sigue demandando cocaína se traduce en menos poder para la institucionalidad y el Estado, y en más poder económico para los grupos armados.

Y como siempre, los más afectados son las comunidades rurales. En 2025, las masacres aumentaron 25% en zonas cocaleras, atizadas por la competencia entre el Clan del Golfo, las disidencias de las FARC y el ELN. La guerra por los cultivos y corredores no se detiene, mientras los gobiernos se enredan en culpas y estrategias.

¿Es la descertificación una retaliación política? Sí. ¿Es también el resultado de que dimos papaya? También. Gobiernos anteriores, con cifras igual de preocupantes, conservaron la certificación gracias a su alineación con Washington. La geopolítica explica la foto, pero la historia y los números demuestran que el fracaso es estructural. Lo que cambia hoy es el tono de la relación: la falta de diálogo y las diferencias ideológicas entre ambos gobiernos transformaron lo que debería ser cooperación en tensiones y castigos, mientras se ignora que el problema es compartido.

Ante este fracaso, la solución exige un enfoque híbrido y sostenido. Primero, erradicación en los núcleos productivos: no fumigación indiscriminada, sino operaciones focalizadas que combinen fuerza pública, control territorial y judicialización de grandes financiadores. Segundo, sustitución que cumpla lo prometido: entrega de bienes públicos, vías, escuelas, créditos, mercados y pagos a tiempo. Y tercero, presión compartida sobre la demanda global: Colombia no puede cargar sola un problema de consumo que se concentra en EE. UU. y Europa. Es necesario que Estados Unidos y Europa asuman compromisos de reducción de demanda, cooperación tecnológica y trazabilidad financiera contra el lavado de activos. Porque mientras la coca siga siendo el cultivo más rentable y el mercado internacional continúe pagándola a precios exorbitantes, la selva no será escenario de paz total, sino de violencia eterna.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/daniela-serna/

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