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El fenómeno del terrorismo islámico es un recordatorio trágico de cómo el fanatismo, al igual que Cronos-Saturno, termina por devorar a sus propios hijos. Hamás, en su guerra declarada contra Israel, no solo se enfrenta a un enemigo externo, sino que, de manera cruel y deliberada, convierte a la población palestina en un escudo humano. En este acto de barbarie, no hay compasión ni límite; la vida civil se convierte en una pieza de sacrificio, en un peón que se desplaza y elimina en el tablero de la yihad.
El uso de civiles como escudos no es nuevo, pero resulta espantoso en su sofisticación. Las milicias de Hamás construyen túneles debajo de escuelas y hospitales, disparan cohetes desde áreas densamente pobladas y se esconden en medio de inocentes sabiendo que su muerte será un arma más para la propaganda. ¿Por qué lo hacen? Porque para estos grupos, la muerte misma es un lenguaje, una herramienta de manipulación. Lo hacen porque el terror no se sustenta únicamente en la violencia física, sino también en el control psicológico y emocional de las masas. Usar a la población civil como parapeto es una estrategia efectiva para deshumanizar a la otra parte, para satanizarla y justificar así su propia lucha.
Este fanatismo es tan profundo que incluso la subsistencia de sus correligionarios pierde valor si no se alinea con su interpretación de la fe. Dentro de la cosmovisión del terrorista, todos aquellos musulmanes que no luchan activamente en la yihad también deben morir, pues son traidores a una causa sagrada. La lógica del fundamentalismo islámico es entonces la de una purga: destruir a los infieles y también a quienes no se inmolan junto a ellos. La violencia, así, no solo se dirige hacia el enemigo externo, sino hacia todo lo que no se pliega a su dogma enfermizo.
Este panorama no es exclusivo de Medio Oriente. Colombia conoce muy bien el rostro de estos horrores. Durante décadas, los grupos armados al margen de la ley utilizaron a la población civil como trinchera, como una herramienta para doblegar a sus enemigos y sembrar el país de sangre y de terror. Las guerrillas y los paramilitares aprendieron a ocultarse en las calles y esquinas de los pueblos, a secuestrar la cotidianidad de los campesinos para usarla contra el fuego del Estado. En su búsqueda insaciable de poder, la vida humana se convirtió en una moneda de cambio, en una mercancía más para la guerra.
Pero la realidad está ahí, tozuda: Hamás ha condenado a su propio pueblo. Lo utiliza como un ardid macabro donde la existencia no tiene otro significado que el del sacrificio. En esta guerra los civiles son meros instrumentos desechables, condenados a una muerte que no eligieron, que les cae como lluvia de fuego desde el cielo. Decidir la vida o la muerte no es para ellos una cuestión de principios, sino una estrategia que, en su esencia, busca minar la dignidad humana en cada rincón de Occidente.
El terrorismo es cobarde, aquí o en Gaza. Se parapeta siempre en medio de civiles. Y si un niño cae en un bombardeo, su vida no vale por lo que fue, sino por la narrativa que se construye con su muerte. Mientras los líderes del terror se atrincheran en la seguridad de su retórica fanática, los inocentes son sacrificados y sus muertes convertidas en un espectáculo que el mundo observa horrorizado.
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