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La palabra futuro ha perdido valor en Medellín en los últimos años. El futuro es una aspiración temporal, una creencia de lo que viene luego del presente, de lo que nos espera doblando la esquina del ahora. Pero no es solo un cálculo de reloj y calendario, también es una idea y puede cargar con representaciones poderosas sobre la manera cómo una sociedad se ve, se planea y trabaja por su porvenir. Porque el futuro, sobre todo, es esperanza. La expectativa de que algo mejor vendrá y que las cosas que ahora no funcionan se resolverán. La idea contemporánea de futuro es fundamentalmente una idea sobre “progreso”, sobre cambios que mejoran las cosas.

En Medellín el futuro no ha sido siempre esperanza. En los noventa la idea del no-futuro era ficción interpretativa de películas y libros, pero también certeza en la cabeza de los jóvenes que vivían sin imaginar que algo bueno podía esperarles con el pasar del tiempo. Vivir en un presente perpetuo, cada día igual que otro, cada uno como el último. Pero los enormes esfuerzos de organizaciones sociales y culturales, y de gobiernos, empresarios y ciudadanos sacaron a la ciudad de su ruta de destrucción. No fue una victoria personal, ni siquiera de una fuerza política particular, fue un logro colectivo de una sociedad que negó lo que parecía una trayectoria inevitable al desastre. En términos prácticos, cambiamos el futuro.

Por eso funciona como eslogan. En general, las personas usamos sesgos de optimismo para imaginar que lo que viene será conveniente, y en el caso particular de Medellín, hemos vivido dos décadas en las que pensar en el futuro nos permitía soñar en que el pasado solo fue una pesadilla. Pero su mismo potencial comunicativo lo hace vulnerable como concepto. Llevamos dos años y nueve meses de una administración municipal que echó mano, de manera evidente, como incorporando un logo, de la idea del futuro. Hay poderosas resonancias al hacer eso en Medellín y al tiempo, el riesgo fundamental, ahora convertido en realidad, de que el futuro no sea una representación de esperanza, sino de estancamiento, de resignación y de una profunda tristeza. El futuro que se convierte en un presente frustrante.

Por eso, quienes trabajan por encontrar nuevas sendas por las cuáles podría transitar la ciudad no deberían olvidar la palabra, tampoco hacerle el quite porque pueda asociarse con la alcaldía actual. Sin futuro -esto es, sin esperanza- las ciudades dejan de ser proyectos colectivos para vivir bien juntos y pasan a representar idealizaciones tecnocráticas o peor aún, botines para el saqueo. Darnos la oportunidad de reimaginar el futuro, mientras volver a recoger la fuerza del término, también nos puede permitir que reconozcamos lo que no venía funcionando, las promesas incumplidas de esa esperanza compartida por la ciudad. Una alternativa del futuro, otra manera de imaginar lo que viene. Y en ese sentido, la recuperación de una poderosa palabra.

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