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Como lo expliqué en una columna anterior, para mi papá la mediocridad es la peor característica humana. Tener mucho para dar y no darlo, la pereza, hacer esfuerzos mínimos esperando grandes resultados. Esto se me contagió, entonces toda la vida he luchado contra la mediocridad. Aunque ya hubiera hecho todos mis esfuerzos, daba aún más porque no quería que los demás pensaran que me quedaba grande algún proyecto. O alguna materia, o examen, extracurricular, partido de voleibol. En general, ese miedo a la mediocridad, en el que le temía también a la decepción, es una manera muy desgastante de vivir. Pero por eso me acostrumbré al éxito. Casi que todo mi paso por el colegio lo hice sacando calificaciones extraordinarias, teniendo reconocimientos en cada simulación de las Naciones Unidas a las que me inscribía. Trabajé con la Fundación de la ONU, fundé un colectivo feminista en Medellín. Fui amiga de mis profesores, representante estudiantil y cantaba en las asambleas del colegio.
Pero también pasé esos años muy enferma, durmiendo poco, comiendo poco. Me dieron dos celulitis periorbitarias muy cerca a los ojos, y al revisarme, la doctora me dijo que podía perder la visión. Rebajé ocho kilos en tres meses cuando tenía catorce años. Vivía malhumorada, peleando con mi familia, durmiéndome a la medianoche y levantándome a las seis. Paré de tocar guitarra porque “no tenía tiempo”, y aún estoy intentando recordar la melodía de las canciones que compuse. Llegué más de una vez maquillada y entaconada al entrenamiento de voleibol porque acababa de salir de una simulación de la ONU de un colegio cercano. Sentía que no tenía tiempo porque la mitad de las semanas del semestre escolar me las pasaba recuperando lo que me había perdido mientras estaba en mis extracurriculares. Pero todo valía si era por esa secretaría general, esa posición de liderazgo, ser central titular en los partidos de voleibol. Todo valía en nombre del reconocimiento, de figurar, de los premios, los halagos y claro, el ego más grande y frágil que puede llegar a tener un ser humano.
Pensé que había reconocido el verdadero significado de la palabra “éxito” cuando mi hermanito se enfermó. Tenía quince años, y de ahí en adelante decía que los premios no me importaban porque ya había entendido que lo más importante era la salud. Pero los seguía añorando, quería seguir siendo reconocida. Más de una vez me dijo un amigo cercano que no importaba si me elegían líder, porque yo ya había pasado por lo más duro de mi vida. Una pérdida de una posición de liderazgo no era nada al lado del cáncer de mi hermanito, ¿cierto?
No fue hasta que me despojaron de todas mis posiciones de poder que me tuve que “reducir” de nuevo a quien yo era en realidad. Perdí la presidencia del colectivo feminista y la tan deseada secretaría general de la simulación de Naciones Unidas de mi colegio. No fui capitana del equipo de voleibol, me lancé para ser vice presidenta de la sociedad de honor y no me escogieron. Apliqué a ocho universidades en Estados Unidos, y aunque todos a mi alrededor estaban convencidos de que me becarían en todas, no entré a ninguna. No entré a Oxford tampoco, mi universidad soñada, aunque había movido cielo y tierra para que me dejaran presentar el examen de admisión desde Medellín. No me lancé para personera en el último año del colegio porque sabía que iba a perder. Y me sentía un fracaso. Cuando perdí todo lo que yo creía que me hacía exitosa supe que realmente nunca lo fui. Mientras estuve en las posiciones de poder de cuanta organización y grupo estudiantil encontrara, quería más, siempre miraba hacia arriba con expectativa. En un punto mi lucha por la igualdad de genero se redujo a palabras porque peleé con la que era mi compañera en ese proyecto. Me volví la hipocresía misma y eso, por más que los demás pensaran que sí, no era éxito.
Siento que hoy, mucho más que antes, soy exitosa. Porque ahora mi éxito lo defino en términos de como está mi salud y la de las personas que amo. En la cantidad de tiempo que tengo para tocar guitarra, ver películas y leer sin estar pensando en qué seguirá. En que ahora tengo la capacidad de elegir quien entra a mi vida y quien no, porque mi energía y mi tiempo son valiosos. Me he rodeado de personas que me aportan, me inspiran, me lideran, y me regañan cuando hay que hacerlo. En que amo las extracurriculares en las que sí participo, y las horas que invierto en ellas no se sienten como trabajo porque lo hago por disfrute y no por un premio. También soy exitosa porque he sabido definir mi propia vida, sin mucha preocupación por como los demás definen la suya. En realidad, hoy mi éxito yace en que estoy feliz la mayoría del tiempo. Y en que cuando no lo estoy, está bien. Porque está bien pausar, reflexionar, trabajar en mi misma, saber que sigo y seguiré siendo imperfecta. Soy exitosa por muchísimas razones, y ninguna de ellas podría caber en un certificado de reconocimiento.
Escribo esto porque me hubiera gustado leerlo hace cinco años. Porque hace muy poco pude entender que las cosas que “perdí” fueron en realidad ganancia, y que muchas veces es mejor sentir el corazón roto en mil pedazos que tener un ego hiperinflado. Me hubiera gustado mucho saber que en el futuro iba a poder volver a ser yo misma sin preocuparme por el qué dirán. Hace tres años jamás hubiera imaginado retomando la guitarra, leyendo novelas, reconociendo que nada del éxito que tenía era éxito verdadero. Y espero que como yo, todos los días reevalúen si son exitosos y si no, qué deben hacer para lograrlo. Esta es su invitación.