Estaba organizando ideas para escribir mi columna semanal sobre un tema de coyuntura política, intentando poner en palabras lo que veo a pocos días de las elecciones al congreso y las consultas presidenciales. En ese momento me llegó la columna de Juan Felipe Gaviria – columnista de No Apto – sobre la muerte de su amigo y me revolcó por dentro, llevándome a abandonar mi idea para darle salida a un dolor que tengo desde el 24 de junio del 2020.

En los tiempos de la universidad acostumbraba a escribir con cierta frecuencia. Siempre fue una salida a un montón de emociones propias de esa etapa de la vida. No escribía para nadie, lo hacía para dejar salir ideas y pensamientos. Muy poca gente leyó mis escritos. Mateo fue uno de esos pocos.

Mateo era mi amigo. Hablábamos de fútbol, de filosofía, de política, de fiestas y conciertos, de todo. Éramos muy diferentes en algunas cosas; yo era más de amores, él de romances. Yo más racional, él más emotivo, yo más controlado, él totalmente libre. Mi vida estaba organizada, la de él pasaba por un momento de caos familiar y económico. En medio de todo eso siempre nos encontrábamos. Se quejaba de la música de papás que yo ponía y me enseñó a diferenciar el house del trance, el progressive del techno. Nos dábamos pata jugando fútbol y nos íbamos muertos de risa después juntos. Él juraba que jugaba como CR7, yo siempre tuve claro que yo era la versión colombiana de Xavi Hernández.

Un día le dije que me quería lanzar al concejo y en medio de la cantaleta y la risa me dijo que me apoyaba 100%. Y lo hizo. Su mirada crítica siempre me ayudó a revisar otros ángulos sobre cada cosa que decía. Era, además, un llamado permanente a la coherencia.

Con los trabajos y las cosas de la vida nos fuimos alejando. Él avanzó en su carrera como abogado y profesor. Yo en la mía como político.

En un punto Mateo empezó a sufrir por una enfermedad que nunca terminé de entender. Cada día de su vida era una agonía, el dolor físico lo mantenía al límite. Encontró en el paracaidismo un refugio que explicaba diciendo que eran los únicos segundos en los que no sentía como si su cuerpo lo quemara por dentro. Se refugió en la lectura y en la escritura. El dolor lo volvió impaciente y a ratos hiriente, fue alejando a las personas que más lo querían. Conmigo también peleó.

Siempre he entendido la amistad como una complicidad honesta, como verdades descarnadas, discusiones y peleas que siempre dejan de importar cuando la vida demanda la presencia de un amigo. Fue mi padrino de matrimonio

El 24 de junio del 2020 llevando dos horas en la clínica en medio del trabajo de parto de Juli recibí la llamada de otro amigo: “qué cagada lo de Mateo”, dijo. Supuse que finalmente Mateo había decidido dejar de sufrir y así fue. El resto del día fue una mezcla de sentimientos que no me creo todavía capaz de poner en palabras. El día que nació mi hija se murió mi amigo.

Me gustaría contarle cosas. Seguro se reiría y me regañaría por gordo. Le encantaría ver crecer a Leticia y se moriría de risa al verla alegando igual que yo, o decir que es hincha de Nacional y no del DIM. No estoy seguro de que pensaría al verme otra vez metiéndole el corazón a la política, creo que me diría que deje de ser güevón, que esto no tiene arreglo y que aproveche a las niñas. Siempre me dijo que Juli y María eran un regalo de la vida para mí.

Creo que los amigos son ese hogar que va con uno siempre, no importa la distancia. Son comodidad, seguridad, tranquilidad. En medio de un mundo hostil, de los golpes de la vida, de los fracasos y las crisis, son refugio. La amistad es un cariño tan libre que puede permitir la vida sin filtros y sin adornos, sin ambiciones ocultas. No es de tácticas ni de estrategias. Así éramos.

“Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada de otro amigo” dice Cortez en una de esas canciones de papás que oíamos juntos.

Y pues sí, ahí sigue.

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