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Miguel Silva

El dolor y la política

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A Epicuro, un filósofo griego del siglo IV a.C., se le reconoce por ser el precursor de una escuela de pensamiento basada en el hedonismo o búsqueda del placer, cuyos ecos se han venido amplificando, de un tiempo para acá, entre quienes buscan respuestas de las cuales agarrarse para enfrentar el malestar de estar vivos. Me parece escuchar a Epicuro susurrando, como sonido de fondo, en más de un reel o tiktok de aquellos influenciadores que promueven el ayuno, aunque este no es mi punto en esta ocasión.

Para los epicúreos el placer se encuentra en la ausencia de dolor; los placeres del alma están por encima de los del cuerpo y por eso buscan la ataraxia (máximo estado de tranquilidad y ausencia de dolor en el alma). En últimas los epicúreos proponen, como camino a la felicidad, el alejarse de aquellas actividades que pueden causar dolor, incluyendo los excesos en los placeres del cuerpo.

Por esta vía, Epicuro planteó un vínculo entre el dolor y la política, porque la vida en la polis suponía, entre otras, participar en discusiones que llevaban a la intranquilidad en el alma de las personas. De hecho, para poner en práctica sus enseñanzas, decidió fundar ‘El Jardín’, una huerta alejada de la polis, en la que dio lugar a una pequeña comunidad compuesta por una serie de personas muy distintas entre sí, pero que compartían el anhelo de alcanzar la ataraxia y en la que, por supuesto, es muy probable que practicaran el ayuno.

No niego que a ratos quisiera convertirme al epicureísmo. Abandonar las afugias del debate político y refugiarme en ‘El Jardín’. Pero solo a ratos, porque el resto del tiempo mi cabeza y mi tiempo se pierden en la reflexión y la práctica de lo político. ¿Lo disfruto? sí, pero también me causa dolor. Es que Epicuro tenía razón en últimas. Hay placeres del alma y del cuerpo que se traducen en dolor. Me acordé de eso, hace un par de días, mientras trataba de sobrevivir a un guayabo. Me volví a acordar de eso cuando alguien me preguntó si participaría como candidato en las elecciones del próximo año.

Es muy probable que Ud. no haya experimentado en carne propia una quemada (política). A algunos nos da más duro que a otros. Hay quienes ni siquiera saben lo que es perder unas elecciones; tienen otros dolores, pero no han vivido este en particular. Algunos juegan a presentarse como candidatos para mover su nombre y ampliar su red de contactos, otros prueban suerte y otros se presentan como jugando; a estos les duele menos.

Hablaba con un congresista en estos días, de esos que no saben lo que es una derrota y me descubrí tratando de explicárselo. Para quienes nos tomamos el asunto de la política en serio, es un golpe muy duro, sobre todo por las implicaciones; sobre todo para quienes no venimos de una élite económica. Queda uno en una especie de limbo. Endeudado, sin ahorros, con dificultades para conseguir trabajo, pero sobre todo con una pregunta que martilla todos los días ¿y ahora qué? ¿cuál camino cojo?. Quienes han padecido el síndrome del impostor sabrán perfectamente de qué hablo.

En mi caso, es muy difícil volver a hacer una campaña. ¿Me gustaría? Sí. Pero es casi imposible y eso también duele. Aunque la de marzo fue austera, implicó un esfuerzo considerable en relación con mis capacidades. La mayoría no contamos con el apoyo de grandes donantes y algunos ni siquiera hacemos parte de aquellos círculos sociales que podrían amortiguar la caída. Sí, en un país como el nuestro no todos caemos a la misma velocidad ni a la misma profundidad. Eso y tocar puertas que se cierran sí que son alimento para el tal síndrome del impostor. Lo más jodido es que uno mira hacia abajo y todavía queda trecho.

Escribo esto más de seis meses después de la quemada y ya ni sé que es lo que viene o que esperar. En buena medida es el precio que pagamos los agnósticos. Es el vértigo de la indeterminación del futuro, muy distinto por cierto a la ataraxia de Epicuro. Se supone que uno no debería hablar de estos malestares en público. Se supone que en la era de los likes no se habla de la derrota ni del dolor. Se supone que uno tiene que mostrarse fuerte y que tal y pascual y que debería finalizar esta columna con una reflexión muy en tono de autoayuda de la mano de algún filósofo estoico. Se supone, pero no.

A veces me pregunto si habrá en el mundo una excepción al planteamiento de Epicuro: una persona para quien la política no haya traído siquiera una gota de dolor. Se que incluso para aquellos que siempre ganan, sobre quienes ya me referí, la política trae malestar. Me lo han dicho. Como también sé que no somos pocos los seres humanos que hemos padecido un guayabo más de una vez en la vida y vivimos con la incertidumbre de si habremos pasado por el último. Nadie lo sabe.

Tal vez la próxima semana vuelva a escribir sobre Bogotá, con placer, pero también con algo de dolor.

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