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El dolor que no se ve

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Hace unos días se murió Emma, la perrita de mis suegros y de mis cuñadas. Pensé en lo que significa despedir a una mascota, en ese duelo que, para aquellos que no han amado a un animal no humano, pasa desapercibido, incluso como algo ridículo y exagerado. “No era tu hijo, por lo menos”, dicen muchos.

Como si el dolor por la pérdida viniera únicamente de nuestra especie. Como si sentir fuera exclusivo de los seres humanos. Basta con escuchar el gemido de una vaca cuando le arrebatan a su ternero o el chillido agudo de una gata cuando la alejan de sus crías para comprender que la muerte, el desprendimiento, son inherentes a la vida. A cualquier vida.

Despedirse de un ser vivo no es como tirar a la basura un peluche viejo. Cuántas veces nos lamentamos por situaciones que tienen remedio: el despido de un trabajo, un carro abollado, un viaje cancelado, un objeto preciado extraviado en una mudanza, una ruptura amorosa, la distancia con un amigo, la añoranza por la ciudad soñada en la que anduvimos. A todo eso le hacemos duelo. Corto, tal vez inadvertido y moderado.

Decimos adiós constantemente y, aunque estemos bien, contentos, la vida es un duelo eterno por lo que se va, y porque lo que llega, viene también cargado de esa nostalgia anticipada que nos recuerda que nada ni nadie dura para siempre. Vivir pensando así sería insoportable, pero es una certeza inconsciente que un día, inesperada, de repente, se convierte en algo tangible.

A Emma la conocí cuando tenía dos años —en la adolescencia canina— y se fue el 13 de agosto con trece años recién cumplidos. La acompañamos en sus últimos instantes. Emita se fue de este mundo sintiendo el olor de sus humanos, escuchando sus voces. Le hablamos dulce y tiernamente y la sobamos, como lo hacíamos cuando dormía apacible en su cama en el que fue su hogar y su universo entero. Ver morir a un perro es de las cosas más dolorosas que he presenciado. Con su muerte, muere también una etapa de quienes la amaron, la cuidaron y la consintieron. Hay una familia en duelo.

Hoy quise escribir sobre esa despedida, esa decisión amorosa y desgarradora de dejar ir a esos seres que se aman, que son un miembro más de la familia sin importar su especie o raza. Desde que convivo con gatos y perros mi entendimiento y consciencia por los demás se ha expandido, mi amor por la naturaleza se ha despertado a un nivel que lacera, que duele, que desgarra. Por eso lo mismo me impacta ver bosques enteros arder en llamas. Porque no es sólo un bosque, sino un hábitat de cientos de aves, insectos, marsupiales, roedores, reptiles, y de fauna esplendorosa que transforma el dióxido de carbono que a nosotros nos intoxica en el aire puro que respiramos.

Cuando se conoce el amor de un animal de compañía se vive en una frecuencia diferente. La medida del tiempo se fracciona en los paseos del día, en la hora de darle la comida, y en la urgencia de llegar a casa para estar con él.

Los pelos en la ropa que no molestan porque nos recuerdan la presencia más noble. El sonido de cuatro patas que altera en mitad de la noche, pero que es la constatación de todas las formas de vida coexistiendo en el mismo planeta. Las miradas silenciosas y los suspiros que son la esencia misma de quienes no hablan nuestro lenguaje, pero se comunican de manera simple y honesta. El sueño sosegado de aquellos que no están pensando en ayer, en mañana, en el próximo evento, en la inflación, en el presidente de turno, en las cuentas por pagar, en el ladrido de otro perro. Las orejas inquietas que responden al escuchar la voz de sus humanos, el indicio evidente y prodigioso de un vínculo intangible y tribal, que trasciende cualquier comprensión dialéctica.

Despedir a un perro se parece al aullido de un lobo, al rugido de un león. Sólo los de su manada pueden escucharlo y comprenderlo.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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