El dolor intemporal de una madre

El dolor intemporal de una madre

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Carmenza López no se movió de su ventana durante 90 días y 90 noches con la esperanza de ver regresar a su hijo Efraín. Todas las mañanas, como si se tratara de un ritual sagrado, presenciaba como la vida seguía su curso afuera de la casa mientras adentro, el tiempo se detenía bajo la lógica de una angustiosa espera.

La noche en la que todo ocurrió, la ciudad estaba de fiesta, se respiraba fútbol en las tribunas y el color rojo se dibujaba en las calles gracias al primer triunfo de Independiente Medellín ante el Deportivo Pasto en la final del fútbol profesional colombiano. Era la época del fútbol y de la guerra, ambos bandos eran dirigidos por hombres con denominación de guerreros, unos animaban al pueblo, otros los desaparecían.

Carmenza recuerda bien ese día, el cielo estuvo nublado y los pájaros no cantaron como de costumbre. Sintió que algo no estaba bien, porque una cosa es que el cielo esté triste, otra muy distinta es que las aves se depriman y se silencien. La mejor opción ante estos casos es adelantarse al mal tiempo, se decía mentalmente. Se apresuró a recoger la ropa de la familia del tendedero que estaba ubicado en el patio de la casa. Con sorpresa verificó que faltaba una cobija con la figura de la Virgen María que le había regalado a Efraín cuando hizo la primera comunión. Se la robaron, no había duda de esto. Carmenza sintió que los nervios se le agitaron, tanto así, que decidió elevar una oración a la madre de Dios, pero no recordaba las principales frases y todo se mezclaba, inclusive terminó recitando una novena de navidad que poco tendría que ver con el asunto en cuestión. Lo que sí recordó era que Efraín vestía una sudadera de color azul, que semejaba al cielo en las tardes alegres y un buzo negro con capota, que en lo personal no era santo de su devoción porque fuera de darle una apariencia triste, le recordaba el cielo encapotado donde ni la propia Virgen se salva de ser raptada.

Efraín estaba ubicado en la sala de su casa contando una historia sobre el día que perdió una apuesta con las personas que acostumbraba a jugar futbol en las calles del barrio, y se vio obligado a colgar los guayos en las cuerdas de la luz como símbolo de derrota. Terminada la narración, sonaron tres golpes secos en la entrada de la casa, era el sonido metálico de la puerta. Carmenza por un momento sintió que su garganta se cerraba indefinidamente y no dejaba fluir el aire.

Quien tocaba la puerta era un vecino de Efraín, un hombre de 1.80 cm de estatura, oriundo de algún lugar cercano al rio Magdalena, que hasta la fecha de hoy se desconoce. Sus manos las describen como bastas y a primera impresión parecería que se desbordaran, dejando claro, para los narradores de sus historias, que solo una pistola llenaría sus brutales dimensiones. Se presumía que antes de llegar a la ciudad era conocido como “mundo malo”, su labor era reclutar a jóvenes vulnerables en zonas rurales bajo la promesa de un salario generoso a cambio de cuidar laboratorios de coca en la región Andina Oriental en los años 90.

“Mundo malo” tocó la puerta de la casa de Carmenza y se echó la bendición, luego le pidió a Efraín que lo acompañara de manera urgente a la cancha del barrio porque unas personas lo necesitaban para aclarar un par de cosas. Las piernas a Carmenza le temblaron como presagio de que algo malo podría pasar. No vaya por allá, ¿Para qué?, decía ella. Él se quitó el buzo, se puso una camiseta y se fue escaleras arriba, no sin antes decirle: “tranquila mami, que el que nada debe, nada teme”.

“Mundo malo” logró que Efraín saliera de su casa con mentiras. Durante los 600 segundos que se demoraron caminando por los estrechos callejones del barrio, le repetía a Efraín que no se preocupara que los muchachos de la vuelta querían preguntarle sobre los torneos de fútbol que estaba organizando con jóvenes y que le iban a regalar balones y uniformes. Efraín sabía que no era para esto la invitación, porque nada bueno florece en la noche de “mundo malo”. Sin embargo, con el corazón a mil y con la sensación de estar dando sus últimos pasos, no demostró temor. Dos hombres lo recibieron en las graderías de la cancha, eran las 8:40 de la noche y la luz amarillenta de las lámparas amplificaban sus siluetas como espectros sobre el concreto. Hacía frio y uno de los hombres se abrigaba con una cobija, la cual se retiró a penas Efraín llegó. Lo invitaron a sentarse, Efraín aceptó. En el suelo una cobija con la figura de la Virgen María lo miraba con la infinita compasión de una madre. Un momento después, “mundo malo” le propinó un golpe tan fuerte en la cabeza que Efraín cayó al suelo. Lo que continuó está ausente de vida. Efraín fue asesinado y enterrado en la escombrera de la Comuna Trece.

La vida para Carmenza perdió todo sentido, la ventana de su casa era el único lugar que habitaba. Cada mañana como si se tratara de un ritual sagrado recorría la habitación de su hijo y la medía minuciosamente con la mirada, luego acariciaba su ropa y enumeraba sus prendas organizándolas de manera especial como si fuesen hacer utilizadas para un evento cercano, pero ese día jamás llegó.

Carmenza tuvo que esperar hasta el año 2006 para que los cabecillas de los grupos armados al margen de la ley confesaran ante la Fiscalía el sitio exacto, en el sector de la escombrera, donde se encuentra enterrado Efraín López según declaraciones de su victimario, alias “mundo malo”. Durante los veinte años posteriores a la desaparición de Efraín, más de 79.000 personas, en su mayoría jóvenes, fueron víctimas de desaparición forzada por actores legales e ilegales en el país. La historia de Carmenza López es la historia de dolor intemporal de todas las madres, que, sin noticias claras de sus hijos, atesoran la esperanza de verlos regresar con vida para pasar con ellos un día más.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

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