El derecho a ser niño

Lo vi cruzar una cancha de tierra improvisada, armada con lonas viejas y fogones apagados. Tendría unos siete años. La camiseta del Nacional le colgaba como una túnica, y el balón que pateaba apenas rodaba, más arrugado que redondo. Toda su imagen hablaba de ausencia. Pero lo que me indignó fue lo que llevaba en la mano: una botella de aguardiente con un poco de licor en el fondo. La agitaba, bebía un sorbo y volvía a correr. Nadie lo detenía.

Otros niños emberá lo acompañaban, también con botellas que los adultos dejaban olvidadas entre las carpas. A pocos metros, una mujer lavaba ropa en una tina plástica, mientras un hombre dormía bajo un techo de hojas de zinc. Sabían lo que ocurría, pero no lo impedían. En ese rincón del Parque Nacional, en pleno corazón de Bogotá, la escena no escandalizaba. Porque allí, lo que debería alarmar se ha vuelto costumbre.

El niño con la botella no era una excepción. Era el síntoma de una fractura profunda que afecta a los pueblos indígenas en entornos urbanos. Lo que ocurre en el Parque Nacional no es solo pobreza: es la consecuencia de políticas que han fallado en entender y atender a las comunidades emberá desplazadas.

La infancia indígena sufre una doble vulneración: el desarraigo que los expulsa de sus territorios y un Estado que responde con operativos y ayudas temporales, pero no con soluciones reales. Ese niño no está solo, representa a una generación marcada por la exclusión. Según la Secretaría de Gobierno de Bogotá, en mayo de 2025 más de 500 emberá – provenientes de Risaralda, Chocó y Antioquia – estaban asentados en el Parque Nacional, desplazados por el conflicto armado y la violencia.

No llegaron por voluntad. Están allí porque sus territorios siguen siendo inseguros y porque las promesas de reparación no se han cumplido. La Unidad para las Víctimas estima que hay al menos 853 hogares emberá en Bogotá, unos 2.100 indígenas distribuidos entre albergues temporales y campamentos improvisados.

En este contexto, urge reconocer al pueblo emberá como sujeto político, no como símbolo folclórico. Su presencia en las ciudades no es una anomalía cultural, sino una denuncia viva de un Estado que ha incumplido sus obligaciones: proteger sus territorios, garantizar sus derechos y respetar su forma de vida.

No están aquí para ser contemplados, sino para exigir justicia. Invisibilizarlos o infantilizar su lucha como la de “hermanos menores” perpetúa la exclusión bajo una apariencia de respeto. Reconocerlos exige dejar de hablar por ellos y empezar a construir con ellos, desde la autonomía, la participación y la reparación histórica.

Valorar su riqueza cultural es necesario, pero no debe usarse como excusa para relativizar principios esenciales. La diversidad merece respeto, no indulgencia frente a vulneraciones. Cuando se trata de niñas, niños y adolescentes, el deber de protección es absoluto: ninguna práctica cultural puede justificar la negligencia.

Este principio lo respalda la ley. El artículo 44 de la Constitución establece que los derechos de los niños son fundamentales y prevalentes. La Ley 1098 de 2006 prohíbe toda forma de explotación infantil y garantiza protección integral. Aunque reconoce la diversidad étnica (art. 31), aclara que esta no puede vulnerar los derechos de los menores. El artículo 246 permite la jurisdicción especial indígena, pero limita su aplicación cuando están en juego derechos fundamentales, como en Bogotá.

Sin embargo, esa norma convive con una realidad dura. Varias mujeres emberá, atendidas por la Secretaría de Integración Social, han denunciado matrimonios forzados, violencia sexual, explotación infantil y desescolarización sistemática. Lo han hecho con valentía, sabiendo que sus denuncias incomodan tanto a autoridades como a sus propios líderes. Pero lo hacen por sus hijos. Por sus hijas.

Hoy, muchos niños emberá no asisten a la escuela. Las condiciones de vida lo dificultan. En otros casos, los adultos desconfían del sistema educativo. Algunos están matriculados en instituciones oficiales y reciben atención en espacios como el Centro de Atención Transitorio La Rioja o el Hogar de Paso El Camino. Allí se les brinda salud, alimentación y acompañamiento psicosocial. Pero la cobertura sigue siendo limitada y el abandono escolar persiste.

Por eso, hay que insistir: la escuela no es solo un lugar para aprender a leer. Es un espacio de protección. Un entorno donde un maestro puede notar señales de alerta, donde se nombran cosas que en casa no se pueden decir. Cuando un niño no está en la escuela, pierde más que clases, pierde voz, pierde amparo, pierde futuro.

Volvamos al niño del balón. Nadie le ha dicho que merece otra vida. Que su cuerpo no está hecho para el alcohol. Que su infancia no debería oler a ceniza húmeda. Pero nosotros, como sociedad, sí lo sabemos. Y ese saber nos compromete.

No es un tema étnico, ni un problema exclusivo de Bogotá. Lo que viven muchos niños emberá en la capital es doloroso, pero no excepcional. La vulneración de los derechos de la infancia atraviesa culturas, geografías y clases sociales. Se ve en los semáforos, en zonas rurales, en ventas ambulantes, en hogares fracturados. Este caso es solo una expresión de un drama nacional que nos involucra a todos.

Estos niños no están lejos: viven en nuestras calles, comparten el espacio público y están cobijados por las mismas leyes. Su realidad nos interpela. No podemos seguir siendo espectadores pasivos. Entonces surge una pregunta inevitable: ¿qué significa, realmente, ser un niño? La respuesta la dio uno de ellos, de apenas ocho años, en el texto Casa de las estrellas, “Niño: humano feliz”. Una definición breve, pero profunda. Porque en este país, muchos niños no pueden ser ni lo uno ni lo otro. Y mientras eso ocurra, no podremos considerarnos una sociedad justa.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

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