El culto de lo invisible

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Es invisible. Eso es lo que más asusta. La transición es gradual e imperceptible. La ideología tiene sus mañas en cómo posee a sus seguidores. Va atacándolos con retórica incendiaria. Los presenta –hoy a través de pantallas– a un mundo decadente, impuro, en necesidad de un salvador.
Poco a poco, las conversaciones alrededor de la mesa rechazan la empatía. Poco a poco, algunos principios fundamentales van cayendo en el olvido. Opinan, cada vez de forma más sonora, que hay ciertas ideas arruinando la mente de la juventud. La historia ya no tiene una interpretación clara, sobre todo la reciente. El mundo no se pone de acuerdo en qué pasó, ni por qué ni qué significa. Ese cuento culo de la “pos-verdad”.

Se siente todos los días desde la Casa Blanca. Se siente, también, muchos días, desde la Casa de Nariño. Los pontífices políticos deliran en sus palacios y en sus cuentas de Twitter. Es mi opinión, si no lo he dejado ya claro, que los delirios de Trump y Petro no son tan distintos cuando miramos a lo que pasa en sus mañanas poderosas. El uno, sobrio en su hígado, pero borracho de odio. El otro, digamos que resentido hasta el tuétano. Uno, no tratando de marcar la historia, pero acechando un círculo de admiradores adoradores; el otro, ignorando el doloroso e impopular presente, mientras sus capítulos en los libros de historia —que llevarán su nombre— se acercan a los de Bolívar. Ambos, eso sí, tratando de incendiar el corazón de sus pueblos contra un enemigo invisible, probablemente inexistente.

Ambos rechazan la autocrítica, creen que por donde caminen se vuelve tierra sagrada. Admitir errores no es para los grandes de la historia. Detestan cualquier tipo de contrapeso. Para uno, cualquier traba en el Congreso es una demostración de deslealtad imperdonable. Para el otro, cualquier retraso en su plan de cambio —mal pensado, sin foco en la ejecución o en el largo plazo— es un asalto de las élites contra la voluntad del pueblo (su voluntad). Hasta un golpe de Estado, se ha dicho por ahí.

Los líderes ególatras son peligrosos, de izquierda o de derecha. Su radicalización y tergiversación de sus ideologías de “origen” es difícil de captar mientras sucede. Solo cuando uno revisa periódicos de antes nota el cambio, casi siempre alrededor de un culto a la personalidad, en el partido o el tipo de pensamiento que representaban. Pensar en Trump dando un discurso de Bush es casi imposible. Menos uno de Mitt Romney.

Quizás lo que más me duele es que lo que solían representar aquellos líderes tenía algo de valor y de razón de ser. Es difícil, una vez que desaparezcan y su infinita sombra no sea más, recuperar lo que taparon durante tantos años. Volver a tener una izquierda progresista, tecnócrata, enfocada en la empatía y la asistencia a quienes más lo necesitan en Colombia será casi imposible. Es más, casi siempre, después de que desaparecen, con ellos se desvanece ese culto de seguidores, de yes-men que alimentaron sus egos, que planificaron sin cuestionar los caprichos de sus jefes, que trocaron su raciocinio por comodidad, por respuestas simples y por la creencia de que allá afuera hay un enemigo arruinando, impurificando o robándose la sociedad.

Una vez que desaparezcan este par —ojalá uno en dos años y el otro en cuatro—, quedarán sociedades dolidas, resentidas por los dolores del extremismo, divididas en campos opuestos, sin mucha posibilidad de reencuentro oportuno. Probablemente habrá un reemplazo no muy distinto al pasado, quizás del campo opuesto, que siga siendo el ejecutor oficial de su ego sobre su respectivo país. Las sociedades se demoran, como las bolas de Newton, en volver al centro después de que alguien las tiró con tanta fuerza. Ojalá me equivoque.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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