Érase una vez un país sumido en una crisis sin precedentes.

La corrupción corría por sus venas a tal punto que ya sus mismos ciudadanos caían en ella sin ni siquiera identificarla. El nivel de violencia en las calles crecía de manera desmedida, llegando a puntos absurdos de muertes violentas por limpiar un parabrisas de un carro o por el robo de un celular. Las mujeres sufrían abusos y violencias en su contra aun en el mismo seno de su familia y la economía gravemente afectada hacía crecer y crecer la inflación haciendo cada vez más difícil el acceso a los bienes básicos.

Ese país, exuberante en recursos naturales, caracterizado por el positivismo y la natural alegría de su gente, ubicado en una posición estratégica, geopolíticamente hablando, y visitado diariamente por miles de turistas extranjeros maravillados por su diversidad y belleza, se encontraba en una terrible encrucijada: elegir su destino poniéndolo en manos de un futuro gobernante.

Muchos contrincantes buscaban desesperadamente llegar al poder. Algunos hacían alianzas que en el pasado hubiesen negado con ímpetu, otros, queriendo destacar su honestidad como único atributo, rechazaban y denigraban todo aquello que se pareciera a la política, aun sabiendo que su sola aspiración ya los hacía parte del juego. Los partidos políticos movían sus fichas, nombraban candidatos que no tenían ningún futuro ganador para, por debajo de la mesa, apoyar a otros con un perfil más independiente, sabiendo que ese era el que buscaba el pueblo. Muchos candidatos de aparentes coincidencias programáticas se unieron para consolidar una sola candidatura, aun cuando esta unión supusiera el silencio absoluto frente a los escándalos de lo demás compañeros y por ende la renuncia a sus supuestos principios. Todos se creían con altas posibilidades de ganar. Ninguno realmente movía las fibras del electorado.

Pero había uno, uno que se destacaba de los demás por sus indiscutibles logros del pasado.

Ese país tenía la inminente posibilidad de nombrar como gobernante a alguien que había logrado sacar de una oscura tiniebla a una de sus ciudades más importantes, que con una narrativa de esperanza, trabajo en equipo y resiliencia había cambiado la vida de millones de personas, las había hecho participes de las decisiones creando espacios de discusión democrática y había puesto la educación en el centro de la agenda. Él, quién logró gobernar sin burocracia, era también el responsable de un urbanismo que devolvió la dignidad a las zonas más complejas de aquella ciudad. Consolidó entonces un modelo de ciudad que se replicaría por años y que haría que esta cambiara su cara ante el mundo.

Su equipo de trabajo técnico, y sin más intereses que el mejoramiento de la calidad de vida del territorio que gobernaban, logró transformar concursos de belleza que cosificaban a la mujer por espacios de reconocimiento del talento y el esfuerzo femenino, transformó los mecanismos de contratación y negociación con otros gobernantes, en espacios abiertos de concertación con el fin de buscar un bien común y puso la planeación en el centro de su gestión.

Pero ese candidato a los ojos del pueblo elector, tenía un gran defecto. No era lo suficientemente carismático.

No peleaba a gritos con sus contrincantes, mantenía un tono de voz pausado cuando hablaba pareciendo siempre reflexivo, sus opiniones y posiciones eran conciliadoras. Era tildado de tibio. En la calle, en las redes y en los escenarios en los que aparecía, el pueblo se jactaba de insultarlo por su evidente posición de centro. Lo hicieron meme, lo llevaron al extremo de lo ridículo desestimando el conocimiento por sus propuestas y trayectoria y dejándolo en el vano escenario del discurso sin fondo.

Al otro lado de la contienda, nativo de su misma ciudad, un candidato al que todos podían llamar El Carismático. Cercano al saludar a la gente, se sabía el nombre de todo aquel que se encontraba, siempre tenía la palabra perfecta para hacer creer al otro que se interesaba por su conversación. Su hablado tradicional, enfatizado por sus ganas de parecer del pueblo enorgullecía a sus seguidores. Bailes y retos en redes sociales que se hacían virales, una puesta en escena descomplicada, siempre sonriente, muchos abrazos. Sus discursos llenos de lugares comunes solo apelaban al sentimiento del oyente, recordándoles sus ancestros y la importancia de parecerse a ellos.

Ese, El Carismático, por el contrario, tenía poco que mostrar. Sus anteriores gobiernos se vieron plagados de corrupción, cada obra que inauguró había sido ya iniciada por sus antecesores y su política social era pobre en alcance y beneficios. Los cercanos a su gobierno decían que no era él quien realmente llevaba las riendas. Él, muy ocupado en sus redes sociales, en las fotos que lo hicieran parecer cercano, delegó todo su poder en un segundo ávido del mismo, oscuro, calculador y corrupto. Del carismático no se podía decir nada más, nada más además de su carisma.

Y ese pueblo, al que le gustaba más una fiesta con aguardiente que una obra de teatro, prefirió al carismático. Prefirió su pantomima, sus palabras bonitas para ocultar su falta de conocimiento, sus eventos bulliciosos, sus chistes en cada discurso. Ese pueblo prefirió a alguien parecido a sus más básicas costumbres, aunque eso supusiera el endurecimiento de su crisis.

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