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Hablar por hablar es algo que hacemos todos. Creemos que tenemos que dar nuestra opinión o punto de vista frente a cada situación y, cuando a alguien le molesta, nos defendemos diciendo: es que no lo hice con mala intención. Probablemente no, pero también existe la opción de no decir nada, de pensar un momento antes de escupir (porque eso es lo que hacen quienes no conectan el cerebro con la boca) ideas o pensamientos que puedan herir.

Hay una labor titánica en la vida que nadie nos enseña a hacer, pero que, con el tiempo, algunos elegimos aprender: el trabajo emocional. Se necesita voluntad, aceptación, humildad, responsabilidad. Y es difícil, porque nos dijeron —y nos decimos— que hay que ignorar la tristeza, suprimir la rabia, hacer caso omiso a quienes nos lastiman. Que debemos estar felices, poner buena cara, la mejor actitud. “Es que el pesimismo no sirve para nada”. El positivismo porque sí, tampoco.

Las emociones —todas— hacen parte de nosotros. Son necesarias. Nos recuerdan nuestra condición humana, la capacidad que tenemos de adaptarnos o anticiparnos a un evento, nos permiten cuidarnos y cuidar a otros, conocer nuestros límites, reconocer cuando algo no está funcionando en nuestra vida y preguntarnos ¿qué hago para mejorar o cambiar esta situación? Muchas veces, el simple hecho de nombrar una emoción o un sentimiento alivia muchísimo el malestar que nos genera. Cambia nuestra perspectiva.

Evitarlas tampoco es la solución. Y, en mi caso, no hay nada que me moleste más que sentirme invalidada. Es cierto que uno debe aprender a no necesitar de la aprobación de nadie pero, en ese proceso, qué lindo es sentirse acompañado, apoyado, validado. Últimamente he pensado en que la empatía no existe, creemos que comprendemos o imaginamos lo que viven los demás pero no es así. No se aprende ni se siente en cuerpo ajeno. Podemos ser sensibles y solidarios, pero lo que les ocurre a los otros siempre será minúsculo comparado con el peso de nuestra existencia y nuestras cargas.

Casi nadie quiere hacerse cargo de las suyas y, por eso, quien no se conoce no puede conocer a los demás. Quien no reconoce su condición humana, imperfecta, vulnerable, trágica y fatal, no tiene las herramientas para ver a otra persona.

Estoy cansada de que me digan que tengo que estar feliz porque voy a ser mamá. Que voy a conocer el amor más grande. No es verdad. Las relaciones entre padres e hijos también son complejas, retadoras y tienen miles de fracturas. Es que la alegría no desconoce la tristeza, el amor no evita el sufrimiento ni el malestar. Si fuera así, no habría problemas en el mundo. No habría guerras.

Quiero y necesito seguir dándole espacio a la muerte inesperada de mi perro. Hace tres meses vive dentro de mí, de la misma manera en la que hace seis crece el ser humano que me convertirá en madre. Desde ya siento temor por ella, por lo que puede ocurrirle, por la frustración que supondrá acompañarla a crecer y no poder hacer todo perfecto para ella. Prefiero ver la maternidad, el embarazo y los hijos como lo que son: una mezcla multiforme de sensaciones que están lejos de ser perfectas o ideales. Una parte más de la vida que implicará retos e incomodidades, que me pondrá a prueba y me hará muchas veces llorar, gritar y hasta arrepentirme de haber elegido ese camino. Pero que, en medio del caos, significará ver también la belleza de los nuevos comienzos, de la reconciliación, del movimiento evidente de la vida y los aprendizajes que trae. Será fascinante ver la prolongación de la existencia, la continuidad de los genes combinados con los de otro ser humano que hace años elegí querer y cuidar.

La vida para mí no empezará cuando dé a luz. Empezará para el ser que saldrá de mi vientre. Mi mundo se transformará —ya lo está haciendo—, pero el cambio inevitable no es lo mismo que un big bang. No quiero creer que todo lo que he vivido en treinta y cinco años es irrelevante comparado con la maternidad. Prefiero ver todo lo anterior, el camino recorrido, como el proceso natural que me ha llevado y me seguirá llevando a donde tenga que llegar.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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