El amor más grande está dentro de uno mismo, me lo dijo hace muchos años Sandra Francisca, una profesora del colegio a la que le tengo un cariño especial. Se lo había dicho a ella su papá agonizante. No sé por qué me lo contó, pero se lo agradezco. Esa frase me ha acompañado desde ese instante: es la definición más bonita y precisa que he escuchado sobre el amor. Esa cosa tan rara, ese sentimiento tan ambiguo, fascinante e irritante a la vez, esa idea volátil, esa ilusión irrealizable, esa quimera eterna, sobre todo en la juventud, eso que se siente tan lejano al odio y que muchas veces termina por convertirse en él. El amor existe dentro de uno y solo es posible su realización con otro, para otro.
“El amor de mi vida”, decimos para referirnos a esa pareja a la que tanto amamos, o a un hijo, o a un perro —yo se lo digo al mío todo el tiempo—, las mujeres a los padres “mi primer amor”, los hombres a sus madres “mi gran amor”. Pero, ¿qué es todo eso?, ¿qué significa? De tanto oírlo y leerlo me suena vacío. Me provoca inventarme otras palabras para describir lo que siento por las personas a las que amo, y lo intento. Busco en cada una de ellas algo particular que me haya hecho amarlas. Y entonces descubro que el amor tiene muchos significados, formas, tonos y colores como las voces, tantos matices en un espectro amplio del que solo hemos visto una parte: la idea romántica de él. Lo he sentido y es maravilloso, alucinante, casi fantasmal; uno no se lo cree, siente que va a poder con todo y que va a durar para siempre, como en los cuentos de princesas. Dice Vinicius de Moraes: “Y ya ni sé lo que va a ser de mí, todo me dice que amar será mi fin…”.
Sí, es una idea agradable de lo que es amar. Pero es solo eso. El amor que está dentro de uno es el verdadero, el real. Ese que podemos ofrecer y dar es el único que tenemos. No en vano amamos sin ser correspondidos, que es también otra idea errónea: el amor no tiene que ser recibido de vuelta para que pueda realizarse, la sola fantasía de amar y el sentimiento vívido son suficientes para que exista. ¿A cuántas personas hemos amado en silencio, o a cuántas hemos seguido amando aun cuando ellas no lo hacen? Es más, amamos a los muertos. Las personas se van, pero los sentimientos continúan, son eternos.
Es bonito sentirse amado, en algunos casos produce una sensación parecida a la que da la libertad, pero sigue siendo un amor que otro lleva dentro, y es por esto que hay tantas formas de amar, de dar amor, de recibirlo, de demostrarlo. Gary Chapman escribió una teoría sobre los cinco lenguajes del amor, así se llama su famoso Bestseller, en el que explica diferentes manifestaciones y cómo cada persona debe encontrar el suyo e interpretar el de su pareja para tener una comunicación más asertiva y una relación más feliz. No voy a ahondar en Chapman, pero me parece que hay más de cinco y que son tan particulares como cada persona. Y que, al final, el único amor que podemos sentir es el que tenemos para dar. No hace falta encontrar el lenguaje del otro para hablarlo, la belleza del sentimiento está en la propia realización y manifestación, en lo que queremos hacer por los demás y, por supuesto, como todo en la vida, experimentar el amor también implica aceptar aquello que no puede dar. El amor, en algunas ocasiones, no alcanza para hacer feliz al otro ni para darle lo que espera, ni tampoco para vivir con gozo. A veces solo se siente, y duele.
Quise escribir sobre el amor porque llevo años intentando hacerme mi propia idea de él, identificando por qué esa frase que me dijo una profesora de colegio hace más de quince años resuena tanto en mi cabeza, también porque intento darle forma y hacer tangible eso que me produce ver los ojos de mi esposo, sentir la respiración y el olor de mi perro, escuchar la voz de mi madre y mi padre, alegrarme con los triunfos de mi hermano y de mi hermana, mirarme en el espejo y agradarme con lo que veo. Una vez más, como con tantas otras cosas, busco en el lenguaje las respuestas a la vida que, como el amor, están dentro.